5 minutos de fama
Sos famoso. El público te ama. Los fotógrafos y los papanatas te persiguen por todas partes.
Sin embargo, sentís que hay algo que no está bien. Te das cuenta de que sos el payaso de una sociedad enferma.
Querés cazar Pokemones en paz, tomar un helado sin que te pregunten qué opinas de la nueva película de Natalia Oreiro.
Tu teléfono suena sin parar. Te llaman tus amigos, tus fans, empresarios, ex parejas, periodistas. Empezás a cansarte, a alcoholizarte y drogarte todo el día.
Convertido en una masa de protoplasma que en sus mejores momentos se comporta como un idiota en Carnaval, tu fama crece.
—La excentricidad es un signo de genialidad. Está en su mejor momento —afirma un conocido crítico de arte.
Pensás en suicidarte, o en escaparte a un país en donde no te conozcan.
Es imposible. Sos más famoso que el sol. No tenés un minuto libre, tu vida privada no existe, estás al servicio de la humanidad.
A nadie le importa lo que te pasa. Sos un muñeco de torta.
En cuanto te sacás la ropa para hacer el amor con una mujer, la ves con el celular en la mano, sacándose una selfie, publicándola en las redes sociales con un texto que dice «no lo puedo creeeeeerrrrr... miren con quien estoooooyyyyy».
La ves salir corriendo. Un mes después, está en la tele presentando un libro en donde cuenta que fue la mujer más feliz del mundo a tu lado hasta que no pudo aguantar más tus infidelidades.
Estás desesperado, no sabés qué hacer. Pedís ayuda al cielo. El Señor te presenta en sueños un plan infalible. Salís al balcón y das un discurso para los medios que hacen guardia en la puerta de tu casa. Asegurás que sos la encarnación de San Francisco de Asís y que la única forma de redención posible para la humanidad es abandonar el pecado y desprenderse de los bienes materiales.
La gente piensa que te volviste loco.
—Loco mal —dicen algunos.
—Loco mia —dicen otros, más retro.
Para tu sorpresa, nadie te viene a buscar para internarte. Las hordas de periodistas se disuelven en la multitud.
El único que te saluda es el portero.
Volviste a ser vos mismo.
Sin embargo, sentís que hay algo que no está bien. Te das cuenta de que sos el payaso de una sociedad enferma.
Querés cazar Pokemones en paz, tomar un helado sin que te pregunten qué opinas de la nueva película de Natalia Oreiro.
Tu teléfono suena sin parar. Te llaman tus amigos, tus fans, empresarios, ex parejas, periodistas. Empezás a cansarte, a alcoholizarte y drogarte todo el día.
Convertido en una masa de protoplasma que en sus mejores momentos se comporta como un idiota en Carnaval, tu fama crece.
—La excentricidad es un signo de genialidad. Está en su mejor momento —afirma un conocido crítico de arte.
Pensás en suicidarte, o en escaparte a un país en donde no te conozcan.
Es imposible. Sos más famoso que el sol. No tenés un minuto libre, tu vida privada no existe, estás al servicio de la humanidad.
A nadie le importa lo que te pasa. Sos un muñeco de torta.
En cuanto te sacás la ropa para hacer el amor con una mujer, la ves con el celular en la mano, sacándose una selfie, publicándola en las redes sociales con un texto que dice «no lo puedo creeeeeerrrrr... miren con quien estoooooyyyyy».
La ves salir corriendo. Un mes después, está en la tele presentando un libro en donde cuenta que fue la mujer más feliz del mundo a tu lado hasta que no pudo aguantar más tus infidelidades.
Estás desesperado, no sabés qué hacer. Pedís ayuda al cielo. El Señor te presenta en sueños un plan infalible. Salís al balcón y das un discurso para los medios que hacen guardia en la puerta de tu casa. Asegurás que sos la encarnación de San Francisco de Asís y que la única forma de redención posible para la humanidad es abandonar el pecado y desprenderse de los bienes materiales.
La gente piensa que te volviste loco.
—Loco mal —dicen algunos.
—Loco mia —dicen otros, más retro.
Para tu sorpresa, nadie te viene a buscar para internarte. Las hordas de periodistas se disuelven en la multitud.
El único que te saluda es el portero.
Volviste a ser vos mismo.