Amores de estudiante


Había una vez un hombre que quería enamorarse como un adolescente pero no se daba cuenta de que ya era un adulto.



Cortejaba a las mujeres con el mismo entusiasmo que mostraba Johnny Depp en Don Juan de Marco.



Jóvenes o viejas, gordas o flacas, simpáticas o antipáticas, no hacía distinción.



Les cantaba boleros, les recitaba poemas.



Si el objeto de su amor era una joven estudiante rebelde, se ponía un pañuelo en la cabeza, anteojos oscuros, una campera de cuero, y llegaba hasta ella en una moto ruidosa, cantando "Hasta Siempre, Comandante", o alguna de Moby, dependiendo del perfil de la señorita que en el momento gobernaba los destinos de su corazón.



No percibía que a los 64 años algunos gestos pueden parecer un poco fuera de lugar.



Las ancianas lo amaban, pero no soportaban que fuera tan picaflor y lo acusaban de comportarse de manera inadecuada para un hombre de su edad.



Las mujeres de su generación se sentían rápidamente atraídas por este romántico aventurero pero pronto se cansaban de la intensidad juvenil de su amor que proponía siempre llevarlas a recorrer el mundo -sin contar con los recursos monetarios para materializar el emprendimiento-, o realizar acampadas en lugares desiertos, experimentar con drogas de diseño y otras fantasías más propias de un adolescente tardío que de un apacible compañero de camino.



Él las amaba a todas, quería renacer como jeque árabe y tener un harén en donde poder amar sin medida. Amaba al por mayor, con una pasión eléctrica.



Era tan fuerte la intensidad de su sentimiento que no aceptaba los consejos y sugerencias de aquellos que lo querían bien y podían ver su situación de manera objetiva.



"Quien persigue dos conejos, se queda sin ninguno. Imaginate vos, que perseguís la especie entera," le decía un amigo oriental, casado con una contadora mendocina.


"No puede ser, che. Yo voy por todo, voy por más. Quiero hacer el amor con las estrellas, con las diosas de las galaxias más distantes. Estoy enamorado del amor," respondía.



"Pero andás siempre solo," le retrucaba el oriental, implacable.



"Yo voy a conseguir un amor verdadero. Ya vas a ver," insistía el buscador.

No sabía que el verdadero buscador, para poder encontrar, en algún momento tiene que abandonar la búsqueda.

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