El hombre al que le gustaba mucho perder el tiempo


Había una vez un hombre al que le gustaba tanto perder el tiempo que se propuso ser inmortal para poder perderlo por toda la eternidad.

En cuanto se despertaba, empezaba a perderlo de todas las maneras imaginables.

A veces pasaba el día entero en la cama, otras iba al banco y hacía las colas más largas que estuvieran disponibles, sólo para perder el tiempo.

Esperaba colectivos de larga distancia que no iba a tomar, en lugares en donde se decía que en algún momento pasarían.

Aceptaba trabajos como sereno, pero sólo en lugares en donde tenía la total y absoluta certeza de que no tendría que hacer nada.

En ese rol, recibió muchas felicitaciones y agradecimientos por su eficiencia, ya que con tal de poder perder el tiempo trataba de permanecer despierto 20 hs por día y no dudaba en hacer horas extra incluso cuando no fueran pagas o reconocidas por nadie.

Al recibir la segunda propuesta para aceptar puestos de más responsabilidad, decidió abandonar la profesión.

Lo que amaba era perder el tiempo.

Lo amaba con tanta intensidad que pronto se convirtió en un experto.

Era tan bueno en su arte —y tan apasionado en su deseo de mejorar— que empezó a practicar técnicas esotéricas de relajación que le permitieran permanecer consciente durante el sueño para poder perder el tiempo 24 hs por día.

—A mi no me gusta cumplir un horario. Me gusta mi trabajo. Lo amo. No necesito vacaciones. El trabajo es mi descanso. Quiero vivir muchos años para poder perder mucho tiempo —se le escuchó decir mientras disfrutaba plenamente de un feriado, esperando en la puerta de su lugar de trabajo que llegara el momento de volver a entrar.



A fuerza de cariño, entrenamiento y persistencia, se convirtió en una referencia internacional a la hora de perder el tiempo.

Personas interesadas en el tema empezaron a consultarlo para saber cómo debían perder el suyo de la mejor manera posible.

Se cambió de nombre y se escondió de la civilización. Tratando de pasar desapercibido, fingiendo cuando era necesario algún interés por los asuntos humanos, se mimetizó entre la multitud y se dedicó sin reservas a la pérdida del tiempo.

Su propia dedicación y afán de progreso lo llevaron a un despertar de consciencia que le hizo comprender que la única evolución posible y natural de su arte era alcanzar la inmortalidad.

Sin embargo, su sabiduría era tan grande que no estaba dispuesto a realizar esfuerzo alguno para conseguirla.

Sabía que la coherencia y la verdad eran su fortaleza y su sostén, y no estaba dispuesto a abandonarlos a cambio de la promesa de un bien mayor.

—Hasta aquí llego yo. Más no puedo hacer. El próximo paso lo tiene que dar Dios —afirmó, antes de dirigirse rumbo a los Himalayas, en una caminata insensata que comenzó un domingo de sol en el barrio porteño de Caballito.

Desde ese día, no se supo nada más del hombre que amaba tanto perder el tiempo.




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