El travesti boliviano
Alberto nació en La Paz.
Hijo de un yesero alcohólico y una abogada con inclinaciones sadomasoquistas, llegó al mundo en medio de una batalla doméstica cotidiana en la que los insultos y los golpes estaban a la orden del día.
Su abuela materna, llamada Tania, vivía con ellos y no comprendía cómo su hija, siendo profesional, se había casado con un albañil.
«Yesero», la corregía su yerno.
Cada vez que eso sucedía, la abuela resoplaba indignada. No soportaba ser corregida por nadie, y mucho menos por alguien que no había ido a la Universidad.
Alberto, su querido nieto, demostró tendencias homosexuales desde la más tierna infancia.
Ya en el jardín de infantes le decían «el puto».
La abuela, que era hinduista, le explicaba que todos somos iguales y dignos ante los ojos de Krishna, y que somos creados a imagen y semejanza de la fuerza que dirige el cosmos.
El niño intentaba asimilar esa verdad cósmica que se mostraba tan opuesta a la realidad concreta que experimentaba en su atormentado día a día.
La primera vez que Alberto -que ya soñaba con llamarse Gisella Black-, se vistió con las ropas de su abuela, su padre lo noqueó con un solo golpe.
Sonia, la madre, que por lo general se excitaba al presenciar escenas de violencia, esa vez consiguió reprimir sus instintos y llevó a su hijo al hospital, al grito de «animal... animal...»
Para cuando llegaron, Alberto ya había recuperado la conciencia y estaba empezado a pintarse las uñas con un esmalte que tenía guardado en la bombacha.
Su madre desistió de la idea de realizar un examen más completo y lo invitó a tomar un café con leche.
Él le contó todo.
Lo más sorprendente para ella fue saber que su hijo no se sentía incómodo con su sexualidad. La aceptaba como un aspecto totalmente normal de su naturaleza.
Lo que lo atormentaba era no poder contarles a todos lo que realmente sentía en su interior: que era la encarnación de una deidad hindú y que su misión en la Tierra era dar a conocer el Bhagavad Gita al público hispanoparlante.
Su madre pidió un vaso de agua para tomar dos aspirinas y le pidió que se explicara mejor.
—Una cosa es ser homosexual, mami, y otra que te tomen por loco. Eso no lo voy a permitir. Estoy juntando plata para ir a Argentina. Allá son más abiertos—, dijo, con una medialuna en la mano, mientras con un gesto delicado y sutil de la otra pedía la cuenta.
Hijo de un yesero alcohólico y una abogada con inclinaciones sadomasoquistas, llegó al mundo en medio de una batalla doméstica cotidiana en la que los insultos y los golpes estaban a la orden del día.
Su abuela materna, llamada Tania, vivía con ellos y no comprendía cómo su hija, siendo profesional, se había casado con un albañil.
«Yesero», la corregía su yerno.
Cada vez que eso sucedía, la abuela resoplaba indignada. No soportaba ser corregida por nadie, y mucho menos por alguien que no había ido a la Universidad.
Alberto, su querido nieto, demostró tendencias homosexuales desde la más tierna infancia.
Ya en el jardín de infantes le decían «el puto».
La abuela, que era hinduista, le explicaba que todos somos iguales y dignos ante los ojos de Krishna, y que somos creados a imagen y semejanza de la fuerza que dirige el cosmos.
El niño intentaba asimilar esa verdad cósmica que se mostraba tan opuesta a la realidad concreta que experimentaba en su atormentado día a día.
La primera vez que Alberto -que ya soñaba con llamarse Gisella Black-, se vistió con las ropas de su abuela, su padre lo noqueó con un solo golpe.
Sonia, la madre, que por lo general se excitaba al presenciar escenas de violencia, esa vez consiguió reprimir sus instintos y llevó a su hijo al hospital, al grito de «animal... animal...»
Para cuando llegaron, Alberto ya había recuperado la conciencia y estaba empezado a pintarse las uñas con un esmalte que tenía guardado en la bombacha.
Su madre desistió de la idea de realizar un examen más completo y lo invitó a tomar un café con leche.
Él le contó todo.
Lo más sorprendente para ella fue saber que su hijo no se sentía incómodo con su sexualidad. La aceptaba como un aspecto totalmente normal de su naturaleza.
Lo que lo atormentaba era no poder contarles a todos lo que realmente sentía en su interior: que era la encarnación de una deidad hindú y que su misión en la Tierra era dar a conocer el Bhagavad Gita al público hispanoparlante.
Su madre pidió un vaso de agua para tomar dos aspirinas y le pidió que se explicara mejor.
—Una cosa es ser homosexual, mami, y otra que te tomen por loco. Eso no lo voy a permitir. Estoy juntando plata para ir a Argentina. Allá son más abiertos—, dijo, con una medialuna en la mano, mientras con un gesto delicado y sutil de la otra pedía la cuenta.