Yo fui un monstruo y me gustó
A mediados del año 1998, llegó a San Carlos de Bariloche una empresa norteamericana llamada Terror.
Venían a fabricar un laberinto similar al que tienen en Orlando, Estados Unidos.
El asunto es que yo estaba formalmente desempleado, escribiendo en la clandestinidad, teniendo que moderar mi arte incendiario para después verlo firmado por otros y poder cambiarlo por dinero.
Paralelamente, estaba tratando de conseguir un puesto de trabajo en la recepción del Hotel Llao Llao, para adaptarme de una vez por todas a la sociedad de consumo.
Mientras esperaba que me llamaran del Hotel, ocurrió un milagro.
Gracias a un vecino que escuchaba la radio a todo volumen, supe que iba a instalarse en la ciudad un espectáculo de monstruos.
Mientras Marcelo Parra, que conducía el programa, le decía a Toto Fernández que él bien podría trabajar ahí, porque le daba el physique du rol, mi corazón empezó a latir a toda velocidad.
Era eso. Yo no quería ser conserje. Quería ser monstruo. Faltaba una semana para el casting.
Me bañé, me vestí con mis ropas más artísticas, me puse el sombrero que tenía
en el ala una pluma de chimango, escribí una carta de presentación y fui hasta la dirección en donde apenas siete días después sería la prueba.
Era el viejo casino de la calle España. Parecía abandonado, pero estaba abierto.
Entré. Empecé a caminar y vi que estaban en proceso de montar la escenografía.
De repente, escuché voces. No en mi cabeza, sino por los pasillos. Hablaban en inglés.
Cuando nos encontramos, me presenté.
Un señor calvo, de unos 95 kilos, se adelantó, me dio la mano y me dijo que era el director.
Le expliqué que había escuchado el anuncio en la radio y que quería ser monstruo. Me dijo que el casting era en la próxima semana. Le dije que ya sabía, pero que quería presentarme y que supieran que yo estaba interesado en el trabajo, que quería ser monstruo, que no quería ser ni conserje, ni vendedor de zapatos.
Monstruo. Eso quería ser.
El director se mostró impresionado. Un poco por mi actitud y otro poco porque mi inglés era bueno. Él no hablaba ni una palabra de español. Creo que ambas cosas jugaron a mi favor a la hora de la prueba.
Conseguí el empleo. Empecé como Drácula. Estaba parado sobre una máquina que me permitía, apretando un botón, elevarme un metro por sobre las cabezas de la gente que pasaba. Eran mis primeros sustos. Estaba feliz.
Después, fui evolucionando. Hannibal Lecter, motosierra, muerto vivo, Freddy Krueger.
De repente, la liberación, el arte...
—Ese es el que te asusta sin maquillaje —dijo una vez un niño.
Supe que estaba haciendo las cosas bien.
El laberinto en Bariloche cerró. Por suerte para mi, abrieron uno en Buenos Aires, en Showcenter Norte. Me invitaron a ser el traductor y el asistente del director, a construir el laberinto, y a dirigirlo una vez que estuviera funcionando.
Como podréis imaginar, dije SÍ. Ahí desatamos a la bestia.
Ahí nos olvidamos del guión y fuimos la sombra misma, pudimos ver nuestra propia oscuridad y canalizarla de manera creativa, pudimos jugar a la maldad y pagar la luz al mismo tiempo.
Cuántos sustos, cuántas risas...
Otro día hablaremos de Celeste, la banda de rock de los monstruos, y del extraño silencio que se apoderaba del laberinto cuando todos se habían ido.
Venían a fabricar un laberinto similar al que tienen en Orlando, Estados Unidos.
El asunto es que yo estaba formalmente desempleado, escribiendo en la clandestinidad, teniendo que moderar mi arte incendiario para después verlo firmado por otros y poder cambiarlo por dinero.
Paralelamente, estaba tratando de conseguir un puesto de trabajo en la recepción del Hotel Llao Llao, para adaptarme de una vez por todas a la sociedad de consumo.
Mientras esperaba que me llamaran del Hotel, ocurrió un milagro.
Gracias a un vecino que escuchaba la radio a todo volumen, supe que iba a instalarse en la ciudad un espectáculo de monstruos.
Mientras Marcelo Parra, que conducía el programa, le decía a Toto Fernández que él bien podría trabajar ahí, porque le daba el physique du rol, mi corazón empezó a latir a toda velocidad.
Era eso. Yo no quería ser conserje. Quería ser monstruo. Faltaba una semana para el casting.
Me bañé, me vestí con mis ropas más artísticas, me puse el sombrero que tenía
en el ala una pluma de chimango, escribí una carta de presentación y fui hasta la dirección en donde apenas siete días después sería la prueba.
Era el viejo casino de la calle España. Parecía abandonado, pero estaba abierto.
Entré. Empecé a caminar y vi que estaban en proceso de montar la escenografía.
De repente, escuché voces. No en mi cabeza, sino por los pasillos. Hablaban en inglés.
Cuando nos encontramos, me presenté.
Un señor calvo, de unos 95 kilos, se adelantó, me dio la mano y me dijo que era el director.
Le expliqué que había escuchado el anuncio en la radio y que quería ser monstruo. Me dijo que el casting era en la próxima semana. Le dije que ya sabía, pero que quería presentarme y que supieran que yo estaba interesado en el trabajo, que quería ser monstruo, que no quería ser ni conserje, ni vendedor de zapatos.
Monstruo. Eso quería ser.
El director se mostró impresionado. Un poco por mi actitud y otro poco porque mi inglés era bueno. Él no hablaba ni una palabra de español. Creo que ambas cosas jugaron a mi favor a la hora de la prueba.
Conseguí el empleo. Empecé como Drácula. Estaba parado sobre una máquina que me permitía, apretando un botón, elevarme un metro por sobre las cabezas de la gente que pasaba. Eran mis primeros sustos. Estaba feliz.
Después, fui evolucionando. Hannibal Lecter, motosierra, muerto vivo, Freddy Krueger.
De repente, la liberación, el arte...
—Ese es el que te asusta sin maquillaje —dijo una vez un niño.
Supe que estaba haciendo las cosas bien.
El laberinto en Bariloche cerró. Por suerte para mi, abrieron uno en Buenos Aires, en Showcenter Norte. Me invitaron a ser el traductor y el asistente del director, a construir el laberinto, y a dirigirlo una vez que estuviera funcionando.
Como podréis imaginar, dije SÍ. Ahí desatamos a la bestia.
Ahí nos olvidamos del guión y fuimos la sombra misma, pudimos ver nuestra propia oscuridad y canalizarla de manera creativa, pudimos jugar a la maldad y pagar la luz al mismo tiempo.
Cuántos sustos, cuántas risas...
Otro día hablaremos de Celeste, la banda de rock de los monstruos, y del extraño silencio que se apoderaba del laberinto cuando todos se habían ido.