Agujero negro

La primera vez que soñé la fuerza oscura, supe que tenía algo de la mujer que más de una vez me hizo perderlo.

Me entregué.

Sus células negras, incorpóreas, desmenuzaron mi cuerpo mucho antes de que pudiera pensar en abrir los ojos.

En menos de un segundo, ya me había convertido en esa noche sin estrellas de la que tanto hablan las lombrices y los topos.

Después de lo que me pareció una eternidad de ser y no ser al mismo tiempo, sentí de repente una irresistible necesidad de respirar.

Inspiré.

Fue como un viento viniendo de la nada, oscuridad alimentándose de oscuridad.

Expiré, inspiré, expiré, inspiré, expiré, etc.

Y así estaba, respirando, cuando de repente vi venir una galaxia y la respiré completa.

Y después vino otra, y otra, y otra, y las respiré todas.

Me alimenté de tantas galaxias que en un momento me sentí saciado.

Con mi mano negra, invisible, toqué mi vientre inexistente.

Sentí que estaba lleno.

Para mi sorpresa, me di cuenta de que lo que estaba lleno no era mi estómago, sino mi útero.

Estaba a punto de parir un universo.

Era la madre de todo lo que existe.

Me sentí cansada, pero llena de vida.

Sintiendo una imperiosa necesidad de liberar ese torrente de ilusiones y esperanzas, parí.

Y de mi cuerpo -que bien podríamos llamar un anticuerpo, o una sombra- surgieron nuevas constelaciones.

Surgió un infinito entero, de principio a fin (si se me permite la metáfora).

Y tanto amé lo que había parido que empecé a vivir a través de cada una de las cosas que habían salido de mi vientre oscuro.

Me olvidé de mi misma y fui un atardecer y una ballena, un circuito eléctrico y un anciano que moría de felicidad al saber que había ganado la Lotería.

Fui una guerra, un circo y un tornado.

Fui de todo un poco.

Incluido, claro, el hombre que alguna vez tecleó estas palabras. 











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