El predicador



Motivado por un deseo genuino de llevar la palabra de Dios a la mayor cantidad de personas posibles, Evaristo Carreras, un electricista nacido y criado en Santa Cruz, dedicaba todo su tiempo libre a la prédica callejera.

Habiendo memorizado el Nuevo Testamento, y convencido de la imperiosa necesidad de difundirlo entre sus semejantes, no dudaba en experimentar con técnicas no convencionales de comunicación a la hora de intentar lograr su objetivo.

Comenzó con lo que él mismo llamaba "la hipnosis evangélica".

En los medios públicos de transporte de su ciudad natal, susurraba largos pasajes bíblicos con el objetivo de implantarlos en el inconsciente de las personas que el destino había puesto en su camino.

Pronto comprendió que ante la gran cantidad de estímulos disponibles, debería ser más audaz si quería ser efectivo.

Comenzó a susurrar directamente en las orejas de aquellos que le parecían más aptos para recibir el mensaje.

En ese período, lo único que consiguió cosechar fueron carterazos, cachetazos, insultos y gritos.

Dispuesto a todo, y convencido de que el público del interior no estaba aún preparado para aceptar la palabra de Jesús, juntó sus ahorros y se fue a vivir a la Capital Federal.

Lo primero que hizo, inmediatamente después de alquilar una pieza en una pensión, fue instalar un pequeño pero potente sistema de sonido inalámbrico en los túneles que posibilitan las combinaciones de subtes en la avenida 9 de Julio.

Con su dispositivo listo para entrar en acción, se paró al lado de la boca de ingreso más concurrida.

Como tenía experiencia, no caería dos veces en la misma red.

Cuando las personas ingresaban a la intrincada red subterránea, las miraba amablemente y les decía «Jesús te ama».

A todos les parecía un gesto amable, no generaba reacciones adversas.

Los pasajeros se sentían doblemente felices al enterarse que alguien los amaba y que no tendrían que hacer mayores esfuerzos para librarse de un predicador callejero.

Pronto comenzaban a entender que habían caído en una trampa, ya que al avanzar cinco o seis pasos volvían a oír la misma voz y el mismo mensaje pero sin saber de dónde provenía.

Pensando que había encontrado el método perfecto, Evaristo invirtió todo su dinero en drones y pequeños transmisores conectados a su micrófono mágico.

Cuando las mujeres llegaban a su casa, escuchaban de repente una voz, proveniente de su cartera, que les recordaba el amor de Jesucristo.

Adentrándose con valentía en ese caos que llaman cartera -en la forma en que sólo una mujer puede hacerlo-, pronto encontraban oculto un mini transmisor.

Se sentían, y con razón, invadidas.

Los niños, abiertos a lo todo, pero no tanto, lloraban cuando una mosca comenzaba a contarles las parábolas de los pájaros y los lirios del campo.

Evaristo fue arrestado.

Estaba sucio y flaco, pero feliz. Sus ojos brillaban como soles.

Fue medicado y contenido por un grupo de profesionales que lograron convencerlo de que ya había logrado su misión y que la mejor manera de seguir sirviendo a Dios era a través del ejercicio de su profesión.

Dicen que ahora parece el de antes. Sin embargo, algunos sospechan que está perfeccionando sus técnicas en silencio y que, ayudado por fuerzas celestiales, está logrando lo que parecía imposible: que las personas sientan en sus corazones el amor de Jesús sin que nadie tenga que recordárselo.













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