Escalera al cielo


El primer paso es el deseo, las ganas de subir. 

El segundo, la decisión de hacerlo. 

Después, los preparativos. 

Finalmente, la frutilla del postre, el viaje. 

Si vamos solos, es maravilloso. Acompañados, mejor. 

La montaña nos recibe siempre con esa tranquilidad que la caracteriza. Llueva o truene, está ahí. Firme. 

Nosotros, testigos fugaces de su devenir milenario, la visitamos, por un instante, con nuestras historias y mochilas a cuestas. 

Aunque sabemos que sólo podremos conocer su piel, nos fascina la profundidad que intuimos detrás de aquello que pueden percibir nuestros sentidos. 

Las montañas son las flores de la Tierra. 

Sus raíces se funden y se mezclan en el magma, y ellas se elevan, proyectándose al infinito. 

Si bien es cierto que, como decía Lao Tsé, sin mirar por la ventana podemos ver los caminos del cielo, místicos y exploradores, desde tiempo inmemorial, se han visto atraídos por las alturas. 

Debe ser porque cuando uno está en la cima, y ve una pareja de águilas planeando en la inmensidad, sabe que todo está en orden.

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