La máscara del Zorro

Parado sobre la muralla que divide todo lo que fue de lo que será, veo llegar un pensamiento que tiene la clara intención de instalarse en mi conciencia.

Fue emitido por un cerrajero que vive en Australia.

No sé por qué llegó hasta mí. No sé por qué lo atraje.

Gracias a que tuve una educación bilingüe, puedo traducirlo. Gracias a que un maestro zen me golpeó con un libro sagrado, cuando yo era apenas un adolescente, puedo decidir si voy a aceptarlo o si voy a dejarlo pasar.

El pensamiento dice así: «La puta madre. Estas cerraduras modernas me tienen las bolas llenas. Nunca sé cómo mierda se abren. Cómo me gustaría ganarme la Lotería. Ya estoy grande para esto».

No necesito tener un doctorado en psicología para entender que el hombre está frustrado.

Maldice, se queja, protesta. Afirma que no sabe. Sueña con acceder a una realidad mejor a través de un golpe de suerte. Está convencido de que no está en el lugar adecuado en el momento adecuado.

Decido no aceptar ese pensamiento. No me conviene. No va a beneficiarme en nada.

De todas formas, como soy un optimista por opción, lo capturo con un atrapasueños que me regaló Carlos Castaneda y lo sedo con un elixir de rosas imaginarias con la intención de transmutarlo.

Cuando las palabras que lo formaban ya no consiguen mantenerse en pié, comienzo a operar.

Queda así: «Madre Divina. Gracias por proveerme siempre de nuevos desafíos, de manera que pueda yo seguir creciendo y mejorando cada día. Gracias por ayudarme siempre a encontrar la solución a todos mis problemas y por permitirme disfrutar tanto de los procesos como de los resultados. Mi vida es un tesoro mayor que todas las riquezas que hay sobre la Tierra. Gracias por darme la sabiduría para entender esto. Estoy en el lugar justo, en el momento preciso. Gracias por todo el bien que hay en mi vida».

Espero unos minutos para que el nuevo pensamiento cobre vida. 

Empleando una antigua técnica tibetana, logro acceder a la ubicación precisa del cerebro que lo emitió en su forma original. 

Se lo reenvío, brillante y lustroso como una bola de billar recién fabricada.

En el mismo momento en que lo estoy reenviando, tengo un satori, un despertar.


Soy Antonio Banderas. Estoy a punto de filmar una escena con Catherine Z. Jones.  

El director grita: «¡Acción!»

La tomo en mis brazos. La beso. Ella se resiste. Insisto. Le arranco la pollera.

El director grita: «Corten. ¿Qué hacés, Antonio? Esta es la escena 4. Se acaban de conocer...»

—Perdón... no sé qué me pasa... estoy en las nubes... ¿Podemos parar diez minutitos? —respondo.

El director dice que sí, que por supuesto, que paramos diez minutos.

Leo sus pensamientos: «No me imaginaba que Antonio era tan poco profesional. Como si nunca hubiera visto una mujer hermosa...»

Leo los de Catherine: «Ay, Dios mío (Oh, my God, en el original)... cómo me calienta este tipo... en cuanto pueda me lo como con papitas al horno...»

Con la velocidad de Robocop, organizo mis pensamientos para decidir cuál es el mejor camino a tomar.


Le digo al director: «Martin... ¿podemos parar una hora?... me parece que tenemos que ensayar un poco más...»

—Sí, sí... todo bien... atención todo el mundo... paramos una hora... —responde.

Miro a Catherine. Me mira. La invito a mi camarín. Acepta. 

Leo sus pensamientos. La sangre empieza a galopar en mi interior. 

Escribo una zeta en el aire. Se ríe.

Espero que el cerrajero esté bien. En cuanto a mí, me dispongo a volar en los brazos de la señorita Jones. Me quito la máscara. 

Soy El Zorro.









Entradas populares