La Mona Jiménez

La «Mona» Jiménez, referente mundial del cuarteto cordobés, soñó que era un egiptólogo desempleado en el exilio.

Al despertar, no sabía si era un esclavo que se había desmayado mientras construía una pirámide o si era un estudioso de los misterios del antiguo Egipto que se había excedido con el Fernet.

La playa estaba desierta.

Pronto recordó que estaba de vacaciones y que, hasta donde él sabía, poco tenía que ver con el país africano.

El autor de «¿Quién se ha tomado todo el vino?» activó su visión de rayos x y escaneó los alrededores en busca de alguien que pudiera ayudarlo.

Natalia, una de sus hijas, venía caminando con dos hamburguesas completas, una botella de gaseosa de litro y medio, y un cuarto de helado artesanal para cada uno.

—Sos mi Cleopatra argentina. No sabés lo que soñé. Era como Indiana Jones, estaba en Egipto. Había camellos y arena por todos lados. Era horrible —exclamó el autor de «Amor Secreto».


—Tranquilo, papi, ya pasó. Te dormiste una siestita al sol. Ahora vamos a almorzar y nos vamos para el hotel que hoy tenés que cantar —respondió su princesa.

La Mona se alegró por haber conseguido, sin esfuerzo, mover su punto de encaje hasta ese oasis familiar que lo situaba en el ámbito de lo conocido.

Ahí sabía quién era. Y era feliz.

Sin embargo, esa noche, mientras cantaba y bailaba fernéticamente, su mundo se detuvo por un instante y, sin que nadie se diera cuenta, vivió, así como quien no quiere la cosa, una vida entera como beduino itinerante.

«En cuanto vuelva a casa, voy al médico», pensó.

Empezó otro tema y, de repente: TAAANNGGGGG...

Era un jeque, un rey. Tenía un harén.

«Bueno, si se repite esta, no sé si voy... Qué maravilla, qué lindas mujeres», se dijo a si mismo.

Así fue pasando el recital que, en su mente, fue el más largo de la historia, ya que vivió aproximadamente 7 vidas distintas en cuerpos humanos, 3 como animal y una como papiro.

Paralelamente, en otro tiempo y otro espacio, egipcios soñaban con bebidas gaseosas, ritmos desconocidos y canciones pegadizas.

La Esfinge física atestiguaba todo, con la paciencia característica de los objetos inanimados.


La etérica, mientras tanto, linda como un desfile de cometas, se regocijaba y desplegaba su secreto a los cuatro vientos.




 





 

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