Ladrón sin destino


Juan, Ángel y yo, íbamos camino a robar una carnicería.

Los tres futuros ladrones estábamos más o menos dispuestos a debutar en el crimen esa misma noche, los tres con esa mezcla de miedo y excitación que caracteriza a las cosas que se hacen por la primera vez.

No éramos profesionales y lo sabíamos. Entre otras cosas, porque nuestra camioneta no arrancaba si no la empujábamos y aún así decidimos seguir adelante sin haber podido solucionar ese problema.

Juan sugirió dejarla en marcha mientras hacíamos el trabajo, pero como por una cuestión de honor teníamos que entrar los tres, y no conseguimos definir cómo hacerlo sin que los vecinos sospecharan que estaba pasando algo raro, optamos por adoptar la estrategia del avestruz: no hablar del tema.


Yo estaba temblando. Me puse a pensar qué pensaría mi mamá si supiera que estaba a punto de robar la carnicería de Alberto, y qué pensaría mi papá si supiera que no íbamos a buscar efectivo sino de una media res para hacer un asado al otro día.

«Vamos», me dije. «No soy un entrepreneur pero tampoco un pusilánime. Soy un mediocre hecho y derecho, sí. Un perdedor, como dicen los norteamericanos. Sí. Pero esto tengo que hacerlo. Si bien me avergüenza estar en esta camioneta que se cae a pedazos con dos personas tan inestables como yo, ya no puedo volver atrás. Tengo que enfrentar esto, sea como sea. Mañana será otro día».

—Dale, Luis, rescatate que ya llegamos. Agarrá la barreta —dijo Juan, el chofer y el más decidido de los tres.

Agarré la barreta.

—¿Y si yo espero acá, por las dudas? —pregunté, en un último intento inconsciente de evitar lo inevitable.

—No seas pelotudo, flaco. Agarrá la barreta y vamos —gritó Juan, con un susurro urgente y los ojos rojos como dos planetas Marte orbitándole en la cara.

Fui.

Ángel también iba. En silencio, pero iba.

Íbamos los tres.

Camino a robar una carnicería. La carnicería de Alberto, el tío de Ángel, amigo de mis padres, conocido de todos.


No sé porqué elegimos justo esa carnicería. Sería porque nos sentíamos más protegidos, como si todo quedara en familia. Se ve que pensamos que de última, si nos agarraban, no nos iban a meter presos. Íbamos a quedar para la mierda, sí, pero presos nos parecía que no íbamos a ir.

De noche, y con pocos coches en la cuadra, nos pareció ver que la calle tenía una pequeña inclinación hacia atrás. Eso nos dio una esperanza para resolver el tema del arranque.

—En marcha atrás, la arranco solo —dijo Juan, no sé si para darnos ánimo o porque realmente pensaba que podía. Apagó la camioneta.

Ángel llevaba dos frazadas, yo, la barreta, y Juan, un sistema de poleas que nos aseguró que iba a ser útil para levantar la media res.

La idea era entrar por el techo, en donde Ángel había visto que había una especie de escotilla que servía para subir a la terraza.

El barrio estaba en silencio, no volaba una mosca, pero yo escuchaba todo, como la mujer biónica.

Escuchaba ruidos que ni sé si existían.

En medio de ese silencio, con la barreta en la mano, escuché la voz de Juan como si fuera un trueno.

—Ché, boludo, la puta madre, no podemos tener tanta mala leche. Podaron el árbol. ¿Ahora cómo mierda subimos?

Ángel se relajó e hizo su primer comentario de la noche.

—Vámonos a la mierda. Es una señal. Me cago en la vaca. Me cago en nosotros tres que ni siquiera juntos somos capaces de entrar por la puerta del frente y comprar una reputa vaca. Yo me voy a mi casa y sugiero que ustedes hagan lo mismo. Para mi se terminó. Yo, a buscar una escalera, no voy. Conmigo no cuenten. No sé ni por qué vine.

—¿Y vos, Luisito? —preguntó Juan, ya medio resignado.

—Vamos, se acabó. Si lo tuyo es el robo, conseguite una banda como la gente. Yo no estoy para esto. Ángel tampoco. Y, si querés que te diga la verdad, me parece que vos tampoco. Somos tres pelotudos, sí, pero hacer esto ya es demasiado...


—Muchachos, por favor, que mañana hay que trabajar —gritó una señora, desde alguna ventana invisible.

—Dale, boludo, vamos —dijo Ángel.

Subimos a la camioneta.

El envión que nos iba a dar el delicado desnivel de la calle no fue suficiente.

Tuvimos que empujar.

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