La maldición de Messi
Tengan fe.
Argentina va a clasificar.
Es posible que sea un proceso lento y agónico, pero quédense tranquilos que la KGB y el capitalismo internacional no van a organizar un mundial sin Messi y sin Ronaldo.
Por eso Portugal también va a clasificar. Para que podamos ilusionarnos imaginando cómo será el duelo de los archienemigos, para que podamos seguir teniendo la esperanza de encontrar satisfacción viendo a un grupo de atletas millonarios jugar a la pelota.
Sin embargo, no será un análisis objetivo y racional de lo ocurrido durante las eliminatorias lo que nos permitirá entender cómo fue posible que una selección formada por jugadores que se destacan en las ligas más competitivas del planeta se mostrara casi incapaz de pasar la etapa clasificatoria.
Para poder comprender por qué funcionó tan mal un equipo de estrellas, liderado por «el mejor jugador del mundo», tendremos que ser capaces de sentir la reacción que despierta el líder del combinado albiceleste en lo más profundo de los corazones argentinos, en el inconsciente colectivo de la patria que lo vio nacer.
Es evidente que la raíz del problema está en la figura de su capitán, Lionel Messi.
El astro rosarino, alabado hasta el cansancio en todos los medios de comunicación del mundo, es, además de un genio indiscutido en el campo de juego, un hombre feliz, casado con una mujer maravillosa y padre de dos hijos muy simpáticos.
Es millonario, tiene una fundación en donde ayuda a los más necesitados, y no se le conocen grandes enemigos.
Ésa es la clave: es demasiado perfecto.
Es imposible quererlo.
Sus compatriotas estamos obligados a admirarlo, sí, pero también lo odiamos porque sabemos que representa un estándar de perfección que no podremos alcanzar jamás.
Para poder fingir que lo queremos, necesitamos la Copa del Mundo.
No podemos aceptar menos que eso.
Si volvemos a perder la final con Alemania, aunque sea uno a cero, después de haber jugado un gran partido, le gritaremos a todo pulmón: pecho frío, vendepatria, cantá el himno, volvé a Barcelona, etc.
Esa será nuestra pequeña venganza, nuestra única manera de sentirnos, al menos por unos instantes, superiores.
Si trae la copa, bueno... Salimos a festejar y somos todos Messi.
Así que ahora, argentinos, lo único que necesitamos es tener paciencia.
Pero no se preocupen porque seremos campeones o tendremos la alegría de verlo sufrir en Rusia 2018.
Argentina va a clasificar.
Es posible que sea un proceso lento y agónico, pero quédense tranquilos que la KGB y el capitalismo internacional no van a organizar un mundial sin Messi y sin Ronaldo.
Por eso Portugal también va a clasificar. Para que podamos ilusionarnos imaginando cómo será el duelo de los archienemigos, para que podamos seguir teniendo la esperanza de encontrar satisfacción viendo a un grupo de atletas millonarios jugar a la pelota.
Sin embargo, no será un análisis objetivo y racional de lo ocurrido durante las eliminatorias lo que nos permitirá entender cómo fue posible que una selección formada por jugadores que se destacan en las ligas más competitivas del planeta se mostrara casi incapaz de pasar la etapa clasificatoria.
Para poder comprender por qué funcionó tan mal un equipo de estrellas, liderado por «el mejor jugador del mundo», tendremos que ser capaces de sentir la reacción que despierta el líder del combinado albiceleste en lo más profundo de los corazones argentinos, en el inconsciente colectivo de la patria que lo vio nacer.
Es evidente que la raíz del problema está en la figura de su capitán, Lionel Messi.
El astro rosarino, alabado hasta el cansancio en todos los medios de comunicación del mundo, es, además de un genio indiscutido en el campo de juego, un hombre feliz, casado con una mujer maravillosa y padre de dos hijos muy simpáticos.
Es millonario, tiene una fundación en donde ayuda a los más necesitados, y no se le conocen grandes enemigos.
Ésa es la clave: es demasiado perfecto.
Es imposible quererlo.
Sus compatriotas estamos obligados a admirarlo, sí, pero también lo odiamos porque sabemos que representa un estándar de perfección que no podremos alcanzar jamás.
Para poder fingir que lo queremos, necesitamos la Copa del Mundo.
No podemos aceptar menos que eso.
Si volvemos a perder la final con Alemania, aunque sea uno a cero, después de haber jugado un gran partido, le gritaremos a todo pulmón: pecho frío, vendepatria, cantá el himno, volvé a Barcelona, etc.
Esa será nuestra pequeña venganza, nuestra única manera de sentirnos, al menos por unos instantes, superiores.
Si trae la copa, bueno... Salimos a festejar y somos todos Messi.
Así que ahora, argentinos, lo único que necesitamos es tener paciencia.
Pero no se preocupen porque seremos campeones o tendremos la alegría de verlo sufrir en Rusia 2018.