Trabajos insalubres
Cuando era chico, me gustaba la serie Kung Fu, me reía con el Súper agente 86 y de vez en cuando veía los dibujitos.
El Avispón Verde y el Llanero solitario me causaban rechazo. No me gustaba la gente enmascarada, y mucho menos cuando se proponían como paladines de la justicia.
Yo pensaba que el bien había que hacerlo a cara descubierta, que sólo así uno demostraría que tenía agallas para estar en contra del instinto animal que dominaba a la humanidad.
Estaba convencido que ser bueno a escondidas era cosa de cobardes.
A medida que fue pasando el tiempo, y fui descubriendo en mi mismo cada vez más cosas despreciables, empecé a aceptar a ese tipo de héroes semi anónimos.
Lo que no me esperaba era tener que personificar a uno para poder pagar mis cuentas.
Era un 12 de agosto. Hacía mucho frío. Estaba viviendo de prestado en la casa de unos conocidos de unos conocidos, en unos monoblocs de un barrio de cuyo nombre prefiero olvidarme.
En un momento en el que estaba temblando, envuelto en una frazada, tratando de leer las inscripciones que otros refugiados habían dejado en la pared, alguien tocó la puerta.
Abrí sin preguntar quién era, no tenía nada que defender.
Resultó ser un conocido de alguno de los conocidos de los conocidos de mis conocidos. Después de una presentación breve, me dijo:
—Mirá, Ale, me dijeron que vos tenés algunos conocimientos de actuación y que estás necesitando laburo. ¿Es así?
—Lamentablemente, las dos cosas son verdad.
—Lo que tengo para ofrecerte no es un contrato en televisión, pero son $200 por media hora de trabajo. Mi sobrino cumple años y le encanta Batman. Necesitamos a alguien que no sea de la familia que se pueda disfrazar y animar un poco la fiesta. ¿Te interesa?
—Como interesar, me interesa, pero la verdad es que no tengo disfraz ni estoy de humor como para animar a nadie.
—Por el disfraz no te hagás drama, lo alquilamos nosotros. En cuanto al humor, tampoco hace falta ser un payaso. Además, vas con careta. Les decís a los chicos que estás persiguiendo al Acertijo, o alguna gilada así, comés un pedazo de torta, tomás una gaseosa y te volvés con $200. ¿Cómo lo ves?
No sé si fue por el hambre, o por una súbita comprensión de la manera en que funciona la sociedad, pero acepté.
—Esperá que me doy una ducha y vamos a alquilar la ropa.
—No, amigo, el cumple es ahora. Por la higiene no te preocupes, los pibes van a estar transpirando como testigo falso. El tema del traje lo resolvemos en el camino. ¿Vamos?
—Vamos.
No me permití pensarlo dos veces, no tenía nada mejor que hacer.
Además —me dije—, salir un poco y ponerme una careta no me va a matar.
Otro factor que influyó en esa decisión aparentemente tan contraria a mi voluntad fue imaginar la posibilidad de comer algo.
Al final, no fue tan difícil. Fue apenas dar el primer paso y ya estaba listo para personificar al hombre murciélago, para convertirme en todo lo que siempre había odiado.
El Avispón Verde y el Llanero solitario me causaban rechazo. No me gustaba la gente enmascarada, y mucho menos cuando se proponían como paladines de la justicia.
Yo pensaba que el bien había que hacerlo a cara descubierta, que sólo así uno demostraría que tenía agallas para estar en contra del instinto animal que dominaba a la humanidad.
Estaba convencido que ser bueno a escondidas era cosa de cobardes.
A medida que fue pasando el tiempo, y fui descubriendo en mi mismo cada vez más cosas despreciables, empecé a aceptar a ese tipo de héroes semi anónimos.
Lo que no me esperaba era tener que personificar a uno para poder pagar mis cuentas.
Era un 12 de agosto. Hacía mucho frío. Estaba viviendo de prestado en la casa de unos conocidos de unos conocidos, en unos monoblocs de un barrio de cuyo nombre prefiero olvidarme.
En un momento en el que estaba temblando, envuelto en una frazada, tratando de leer las inscripciones que otros refugiados habían dejado en la pared, alguien tocó la puerta.
Abrí sin preguntar quién era, no tenía nada que defender.
Resultó ser un conocido de alguno de los conocidos de los conocidos de mis conocidos. Después de una presentación breve, me dijo:
—Mirá, Ale, me dijeron que vos tenés algunos conocimientos de actuación y que estás necesitando laburo. ¿Es así?
—Lamentablemente, las dos cosas son verdad.
—Lo que tengo para ofrecerte no es un contrato en televisión, pero son $200 por media hora de trabajo. Mi sobrino cumple años y le encanta Batman. Necesitamos a alguien que no sea de la familia que se pueda disfrazar y animar un poco la fiesta. ¿Te interesa?
—Como interesar, me interesa, pero la verdad es que no tengo disfraz ni estoy de humor como para animar a nadie.
—Por el disfraz no te hagás drama, lo alquilamos nosotros. En cuanto al humor, tampoco hace falta ser un payaso. Además, vas con careta. Les decís a los chicos que estás persiguiendo al Acertijo, o alguna gilada así, comés un pedazo de torta, tomás una gaseosa y te volvés con $200. ¿Cómo lo ves?
No sé si fue por el hambre, o por una súbita comprensión de la manera en que funciona la sociedad, pero acepté.
—Esperá que me doy una ducha y vamos a alquilar la ropa.
—No, amigo, el cumple es ahora. Por la higiene no te preocupes, los pibes van a estar transpirando como testigo falso. El tema del traje lo resolvemos en el camino. ¿Vamos?
—Vamos.
No me permití pensarlo dos veces, no tenía nada mejor que hacer.
Además —me dije—, salir un poco y ponerme una careta no me va a matar.
Otro factor que influyó en esa decisión aparentemente tan contraria a mi voluntad fue imaginar la posibilidad de comer algo.
Al final, no fue tan difícil. Fue apenas dar el primer paso y ya estaba listo para personificar al hombre murciélago, para convertirme en todo lo que siempre había odiado.