Paralelas
Nadia Lozano se desmayó mientras estaba practicando su compleja rutina de gimnasia artística.
Nadie se preocupó demasiado ya que tanto su madre como su entrenador estaban convencidos de que era una joven promesa del deporte y que cualquier sacrificio valdría la pena para posicionarla entre los mejores practicantes de esa exigente disciplina.
El problema era que la niña tenía sólo siete años.
Víctima del fervor insensato de los adultos que la rodeaban, se dedicaba sin descanso a perfeccionarse para tratar de ser la mejor.
Cuando recobró el conocimiento, su madre le preguntó si quería tomar un descanso.
—Preferiría tomar un helado —respondió la niña.
Se hizo un silencio muy extraño que pareció profundizarse con cada sonido producido por los jóvenes que habían retomado sus actividades en cuanto vieron que la situación estaba más o menos controlada.
—Mi amor, todavía faltan dos horas. Si vamos a tomar un helado, vas a perder toda la parte de las anillas —dijo la madre.
—Quiero un cucurucho de chocolate y dulce de leche —respondió la niña, que tal vez por causa de la baja de presión no había entendido que su madre quería que siguiera entrenando.
—¿Qué te parece si lo tomamos a la salida? Mirá, todos los chicos siguen practicando —insistió la madre.
—No, mami. A mí no me importa lo que hagan los chicos. Yo quiero tomar un helado.
El entrenador trató de interceder ofreciéndole a la pequeña una de esas bebidas estimulantes que tienen suficiente cafeína como para matar a un ejército de cucarachas. Nadia la rechazo.
—Tal vez porque soy una niña no me expreso con claridad. No quiero seguir practicando y no quiero tomar nada que no sea un helado. Después, me quiero ir a mi casa y quiero ver la tele hasta que me quede dormida.
—Bueno, bueno... un día libre no le va a hacer mal. Mañana vamos a estar con toda la pila y seguimos practicando —dijo el entrenador.
—Cómo van a estar ustedes no sé. Lo que sí sé es que yo no vengo más. A partir de ahora quiero jugar como todos los chicos.
—Pero amor, ¿qué decís? Si a vos te encanta la gimnasia...
—La gimnasia sí, mamá, pero venir acá todos los días no. Estoy cansada.
—Yo también estoy cansada, pero esto lo hacemos por el bien de todos.
—No, mami. Esto lo hacemos porque vos no lo pudiste hacer. Además, porque te gusta el profe.
El profe trató de hacerse el disimulado pero no consiguió ocultar el entusiasmo que le provocaba la posibilidad relacionarse con la madre de Nadia fuera del ámbito laboral.
La madre se puso colorada y dijo:
—Por favor, disculpá Roberto, vos viste cómo son los chicos. Mejor vamos a casa.
—Si quieren las llevo —dijo el profe. Acá mi asistente se hace cargo de todo. De paso conversamos un poco.
—Sí, profe. A ver si se ponen de acuerdo y me dejan tranquila —dijo Nadia.
Después de algunos tira y afloja, decidieron que sí, que sería bueno relajarse un poco e ir a tomar un helado los tres.
De ese modo, unas horas después, ocurrió lo que parecía imposible: en algún lugar del infinito, las paralelas se juntaron.
Nadie se preocupó demasiado ya que tanto su madre como su entrenador estaban convencidos de que era una joven promesa del deporte y que cualquier sacrificio valdría la pena para posicionarla entre los mejores practicantes de esa exigente disciplina.
El problema era que la niña tenía sólo siete años.
Víctima del fervor insensato de los adultos que la rodeaban, se dedicaba sin descanso a perfeccionarse para tratar de ser la mejor.
Cuando recobró el conocimiento, su madre le preguntó si quería tomar un descanso.
—Preferiría tomar un helado —respondió la niña.
Se hizo un silencio muy extraño que pareció profundizarse con cada sonido producido por los jóvenes que habían retomado sus actividades en cuanto vieron que la situación estaba más o menos controlada.
—Mi amor, todavía faltan dos horas. Si vamos a tomar un helado, vas a perder toda la parte de las anillas —dijo la madre.
—Quiero un cucurucho de chocolate y dulce de leche —respondió la niña, que tal vez por causa de la baja de presión no había entendido que su madre quería que siguiera entrenando.
—¿Qué te parece si lo tomamos a la salida? Mirá, todos los chicos siguen practicando —insistió la madre.
—No, mami. A mí no me importa lo que hagan los chicos. Yo quiero tomar un helado.
El entrenador trató de interceder ofreciéndole a la pequeña una de esas bebidas estimulantes que tienen suficiente cafeína como para matar a un ejército de cucarachas. Nadia la rechazo.
—Tal vez porque soy una niña no me expreso con claridad. No quiero seguir practicando y no quiero tomar nada que no sea un helado. Después, me quiero ir a mi casa y quiero ver la tele hasta que me quede dormida.
—Bueno, bueno... un día libre no le va a hacer mal. Mañana vamos a estar con toda la pila y seguimos practicando —dijo el entrenador.
—Cómo van a estar ustedes no sé. Lo que sí sé es que yo no vengo más. A partir de ahora quiero jugar como todos los chicos.
—Pero amor, ¿qué decís? Si a vos te encanta la gimnasia...
—La gimnasia sí, mamá, pero venir acá todos los días no. Estoy cansada.
—Yo también estoy cansada, pero esto lo hacemos por el bien de todos.
—No, mami. Esto lo hacemos porque vos no lo pudiste hacer. Además, porque te gusta el profe.
El profe trató de hacerse el disimulado pero no consiguió ocultar el entusiasmo que le provocaba la posibilidad relacionarse con la madre de Nadia fuera del ámbito laboral.
La madre se puso colorada y dijo:
—Por favor, disculpá Roberto, vos viste cómo son los chicos. Mejor vamos a casa.
—Si quieren las llevo —dijo el profe. Acá mi asistente se hace cargo de todo. De paso conversamos un poco.
—Sí, profe. A ver si se ponen de acuerdo y me dejan tranquila —dijo Nadia.
Después de algunos tira y afloja, decidieron que sí, que sería bueno relajarse un poco e ir a tomar un helado los tres.
De ese modo, unas horas después, ocurrió lo que parecía imposible: en algún lugar del infinito, las paralelas se juntaron.