La estrategia del conejo
Creo que lo
más natural es que escriba en el español de Argentina, el país en donde nací y
fui criado.
Si me aventurara a hacerlo en esperanto, podría enfrentarme a
limitaciones estilísticas que creo haber superado en la lengua de Karina
Jelinek y Pablo Echarri.
El inglés
se me ha mostrado por lo general esquivo. Lo único que consigo al intentar usarlo son productos intelectuales de
la más previsible invisibilidad.
El topo nunca llega a la madriguera en esos
intentos fallidos de expresión en la lengua de Cameron Díaz y Alfred Hitchcock.
El
portugués, al menos en mi modesta opinión —que entiendo es totalmente parcial y
favorable sin justificación alguna a mi visión positiva de mi
mismo—, se ha mostrado muy benigno a la hora de canalizar líneas efervescentes pero tímidas, a veces, por temor a que la
ignorancia del sistema de expresión lusitano, si se me permite usar una palabra cuyo
significado y origen apenas intuyo, por no decir desconozco, lo que en estos días
parece un poco brutal y una falta de consideración al lector, ya que la gran
mayoría de los escritores actuales puede acceder a una computadora y buscar el
significado de las palabras cuyo significado desconoce o no dejar de hacerse el loco y empezar a usar palabras que conozca.
Es lo que
yo siempre les digo a mis discípulos: usen las palabras que conozcan. Las
que no conozcan, úsenlas también, pero siempre sin culpa. A fin de cuentas, lo que
vale es el estilo, la franja del tercer ojo bien abierta. De allí
surgen los pensamientos más frescos y revolucionarios.
Ahora, por
causa de la vagancia que acompaña por lo general a esta entrada en calor, a
este calentamiento previo de los motores de la escritura, estoy escribiendo todo sobre
el final de la hoja virtual que me ofrece Word.
Estaba a
punto de censurarme porque tenía el preconcepto de que tener toda la hoja en blanco ante la
frente es una ventaja para el desarrollo de la palabra escrita cuando vi que esta
modalidad de últimas líneas tiene también muchas ventajas.
Uno: nos
hace creer por un instante que es la última línea, que nos quedan pocos
caracteres para expresar nuestro impulso.
Tengo que
tomarme un instante para guardar esta joya de la literatura instantánea.
Ya lo hice. No fue largo, ni para vos ni para mi. Los dedos volvieron a las teclas rápidamente, con el miedo habitual y ese
deseo de entrega que se manifiesta en forma de tensiones en la base de la
columna.
Sí, columna. A las cosas
hay que llamarlas por su nombre.
No nos
hagamos los locos y le digamos Kundalini.
Si tenemos
la palabra columna, que es vertebral y de templo, y que también puede
presentarse en un periódico o en la imaginación de un indio precolombino.
Me detengo
otro instante.
Escuché un ruido en la ventana.
Creo que es el gato que quiere
entrar a toda costa.
Es muy compañero de los momentos mágicos.
Por otro
lado, se escuchan lo que parecen sapos dando un concierto de croc crocs.
Amanda
dice que en las cercanías de su casa hay un pájaro que canta de noche.
Me
pregunto si leerá estas líneas y pensará que mi castellano es ejemplar, o si se
dedicará a otras cosas y habrá olvidado por completo sus estudios de lengua
castellana.
Ahora me he
reído por la primera vez.
He comprendido que no hay otro camino.
Doy un
salto cuántico de la conciencia y de repente todo está en orden.
Ahora sí
los platos están en la repisa. O volando, y da lo mismo.
Lo que
importa es el amor, el resto es cartón pintado, papelitos de colores.
Vos me
dirás que hay papelitos de colores que son un bien de intercambio y son muy útiles a la hora de viajar,
y yo te responderé que tienes razón, pero que la razón por lo general tiene la
costumbre de ser una mala justificación para el milagro de la existencia.
Vos, si
estás leyendo estas palabras, entenderás que acaba de producirse un movimiento
energético de magnitud 8 en la escala de Richter.
Una ángel
de Victoria´s Secret me llama por teléfono para decirme que va a venir a
visitarme porque se dio cuenta que soy un genio y que ella para ella no quiere nada
menos que eso.
Le digo que
venga, claro. No tengo por qué negarme a una oportunidad tan especial.
Como soy un
caballero, le preparo un cuarto individual, a diez metros del mío.
Cuando ella
llega, lo primero que hace es abrazarme. Los dos temblamos un poco.
Cumpliendo
con mi rol de hombre, dejo de temblar y suelto el abrazo. La invito a caminar
sin rumbo.
Ella me agradece la gentileza con un beso que me deja temblando de
nuevo, pero más que antes.
Creo que
por hoy voy a detenerme. Me parece que llegó la hora de cantar un poco.
No es una
hora reloj.
Es una hora del corazón.