El Moisés de Evaristo Gómez Lacerda
Cuenta la leyenda que cuando le preguntaron a Miguel Ángel cómo había hecho para darle vida a su escultura más famosa, respondió: «quité todo lo que no era Moisés».
Inspirándose en la frase del gran arquitecto, escultor y pintor renacentista, Evaristo Gómez Lacerda, un humilde trabajador gastronómico argentino, decidió homenajear al General Juan Domingo Perón.
Evaristo vivía en el campo, solo.
Su esposa lo había abandonado por un motociclista aventurero.
Tenía la esperanza de producir una obra de arte de tal magnitud que le permitiera tanto mostrar su admiración por el General como recuperar su dignidad perdida.
A menos de tres kilómetros de su casa, había una piedra de unos dos metros de alto por uno de diámetro.
«Perfecta», pensó. «No será mármol, pero va a dar que hablar. Le voy a poner todo mi corazón».
Ese fue su primer error, elegir el material basándose más en la emoción que en el conocimiento técnico acumulado a través de los siglos.
Como trabajaba doble turno en un restaurante que estaba a unos diez kilómetros de su casa, le dedicaba a su proyecto todo el tiempo libre que tenía con la esperanza de terminarlo antes de que El General terminara su mandato.
Esculpía a la mañana, entre los dos turnos, y un rato antes de irse a dormir.
Soñaba con la imagen que quería extraer de esa piedra, sabía que estaba ahí, podía verla en su mente.
Sabía que lo único que necesitaba era sacar todo lo que no era Perón.
Los meses pasaban y sus avances eran mínimos.
Sabiendo que no sabía, estudiaba cada golpe de cincel como si de ello dependiera el destino de la humanidad.
Sin embargo, a medida que ganaba experiencia, iba perdiendo paciencia y sus golpes se hacían cada vez más rápidos, más osados.
Por otro lado, había días en los que tenía que obligarse a parar porque se daba cuenta de que en vez de quitar lo que estaba de más, estaba golpeando a su esposa, o a si mismo.
Empezó a beber y a esculpir de noche.
Iba con un farol pequeño que apenas le permitía diferenciar la piedra de la oscuridad que la rodeaba.
Alternaba recios golpes de cincel con gritos e insultos hacia la mujer que lo había abandonado.
El 16 de junio de 1955, cuando supo del bombardeo a Plaza de Mayo, empezó a revolear platos y a maldecir al capitalismo foráneo. Lo echaron del trabajo.
Decidió usar el dinero que le dieron como indemnización para dedicarse día y noche a su obra cumbre.
Con más tiempo disponible, su trabajo avanzó rápidamente. Su escultura era tan perfecta que le daba la impresión de que ya no estaba solo. El General lo acompañaba día y noche.
Evaristo Gómez Lacerda recuperó la sonrisa. Sabía que unos pocos retoques lo convertirían en una leyenda de la escultura argentina.
El día 21 de setiembre, a las tres de la tarde, dio por concluida la tarea. Nadie podría negar que era un digno sucesor de Miguel Ángel.
Mientras observaba su obra, vio venir una moto. Era su esposa, cabalgando en el corcel de acero de su amante.
Sentía tanto odio que si hubiera tenido un arma los hubiera asesinado antes de que pudieran decir una palabra. Se contuvo. Pensó que ella podría cambiar de opinión al ver que se había convertido en un genio.
Tal como suponía, tanto su ex como el motoquero quedaron impresionados.
Después de conversar un rato, ella le explicó que había venido a verlo porque necesitaba que le firmara los papeles de divorcio.
Evaristo pensó de nuevo en la idea de asesinarlos, pero volvió a reprimirla. Había crecido. Sabía que lo esperaba algo mejor.
—Claro, Teresa. Decime adónde tengo que firmar—, dijo.
—Acá, Eva. Gracias. Me alegra mucho verte bien. Y te vuelvo a felicitar. Es impresionante. Nunca me imaginé que podrías hacer algo así.
—El amor nos permite hacer lo que parece imposible.
—Decímelo a mi... nos estamos yendo a vivir a Estados Unidos. Fred tiene una cadena de supermercados. Nos vamos en moto.
—Bueno, los felicito, y les deseo lo mejor, en serio. Yo me quedo acá, defendiendo el modelo nacional y popular.
—Ay, Eva... vos no cambiás más, siempre fuiste un idealista. Te vuelvo a felicitar. Quién sabe algún día nos volvemos a encontrar.
—Quién sabe...
—Disculpe, Evaristo —dijo Fred, que mientras el artista y su ex esposa hablaban había estado inspeccionando la escultura. ¿Esto es una mosca?
—No. Es un botón.
—Ah... perdón... me pareció una mosca.
Teresa y Fred se subieron a la moto y se perdieron en el horizonte.
Evaristo fue a darle una última revisión a su escultura.
Miró bien el botón y se convenció de que no se parecía en nada a una mosca, aunque tuvo que aceptar que era posible que tal vez diera lugar a confusiones y no fuera tan imprescindible como antes le había parecido.
Tomó su cincel y le dio un golpe seco.
Tal vez se le fue la mano, o tal vez fue porque el material no era el más adecuado, pero lo cierto es que por causa de ese solo golpe la escultura se partió en dos.
Evaristo lloró durante horas.
Cuando se cansó de llorar, volvió a su casa, bebió media botella de ginebra y se fue a dormir.
El 22 de setiembre, se levantó dispuesto a recomponer su vida.
Se baño, se afeitó, se vistió con sus mejores ropas, y se fue hasta el pueblo a buscar trabajo.
Cuando se enteró que Perón había sido derrocado, se retiró sin decir nada.
Nunca lo volvieron a ver.
Inspirándose en la frase del gran arquitecto, escultor y pintor renacentista, Evaristo Gómez Lacerda, un humilde trabajador gastronómico argentino, decidió homenajear al General Juan Domingo Perón.
Evaristo vivía en el campo, solo.
Su esposa lo había abandonado por un motociclista aventurero.
Tenía la esperanza de producir una obra de arte de tal magnitud que le permitiera tanto mostrar su admiración por el General como recuperar su dignidad perdida.
A menos de tres kilómetros de su casa, había una piedra de unos dos metros de alto por uno de diámetro.
«Perfecta», pensó. «No será mármol, pero va a dar que hablar. Le voy a poner todo mi corazón».
Ese fue su primer error, elegir el material basándose más en la emoción que en el conocimiento técnico acumulado a través de los siglos.
Como trabajaba doble turno en un restaurante que estaba a unos diez kilómetros de su casa, le dedicaba a su proyecto todo el tiempo libre que tenía con la esperanza de terminarlo antes de que El General terminara su mandato.
Esculpía a la mañana, entre los dos turnos, y un rato antes de irse a dormir.
Soñaba con la imagen que quería extraer de esa piedra, sabía que estaba ahí, podía verla en su mente.
Sabía que lo único que necesitaba era sacar todo lo que no era Perón.
Los meses pasaban y sus avances eran mínimos.
Sabiendo que no sabía, estudiaba cada golpe de cincel como si de ello dependiera el destino de la humanidad.
Sin embargo, a medida que ganaba experiencia, iba perdiendo paciencia y sus golpes se hacían cada vez más rápidos, más osados.
Por otro lado, había días en los que tenía que obligarse a parar porque se daba cuenta de que en vez de quitar lo que estaba de más, estaba golpeando a su esposa, o a si mismo.
Empezó a beber y a esculpir de noche.
Iba con un farol pequeño que apenas le permitía diferenciar la piedra de la oscuridad que la rodeaba.
Alternaba recios golpes de cincel con gritos e insultos hacia la mujer que lo había abandonado.
El 16 de junio de 1955, cuando supo del bombardeo a Plaza de Mayo, empezó a revolear platos y a maldecir al capitalismo foráneo. Lo echaron del trabajo.
Decidió usar el dinero que le dieron como indemnización para dedicarse día y noche a su obra cumbre.
Con más tiempo disponible, su trabajo avanzó rápidamente. Su escultura era tan perfecta que le daba la impresión de que ya no estaba solo. El General lo acompañaba día y noche.
Evaristo Gómez Lacerda recuperó la sonrisa. Sabía que unos pocos retoques lo convertirían en una leyenda de la escultura argentina.
El día 21 de setiembre, a las tres de la tarde, dio por concluida la tarea. Nadie podría negar que era un digno sucesor de Miguel Ángel.
Mientras observaba su obra, vio venir una moto. Era su esposa, cabalgando en el corcel de acero de su amante.
Sentía tanto odio que si hubiera tenido un arma los hubiera asesinado antes de que pudieran decir una palabra. Se contuvo. Pensó que ella podría cambiar de opinión al ver que se había convertido en un genio.
Tal como suponía, tanto su ex como el motoquero quedaron impresionados.
Después de conversar un rato, ella le explicó que había venido a verlo porque necesitaba que le firmara los papeles de divorcio.
Evaristo pensó de nuevo en la idea de asesinarlos, pero volvió a reprimirla. Había crecido. Sabía que lo esperaba algo mejor.
—Claro, Teresa. Decime adónde tengo que firmar—, dijo.
—Acá, Eva. Gracias. Me alegra mucho verte bien. Y te vuelvo a felicitar. Es impresionante. Nunca me imaginé que podrías hacer algo así.
—El amor nos permite hacer lo que parece imposible.
—Decímelo a mi... nos estamos yendo a vivir a Estados Unidos. Fred tiene una cadena de supermercados. Nos vamos en moto.
—Bueno, los felicito, y les deseo lo mejor, en serio. Yo me quedo acá, defendiendo el modelo nacional y popular.
—Ay, Eva... vos no cambiás más, siempre fuiste un idealista. Te vuelvo a felicitar. Quién sabe algún día nos volvemos a encontrar.
—Quién sabe...
—Disculpe, Evaristo —dijo Fred, que mientras el artista y su ex esposa hablaban había estado inspeccionando la escultura. ¿Esto es una mosca?
—No. Es un botón.
—Ah... perdón... me pareció una mosca.
Teresa y Fred se subieron a la moto y se perdieron en el horizonte.
Evaristo fue a darle una última revisión a su escultura.
Miró bien el botón y se convenció de que no se parecía en nada a una mosca, aunque tuvo que aceptar que era posible que tal vez diera lugar a confusiones y no fuera tan imprescindible como antes le había parecido.
Tomó su cincel y le dio un golpe seco.
Tal vez se le fue la mano, o tal vez fue porque el material no era el más adecuado, pero lo cierto es que por causa de ese solo golpe la escultura se partió en dos.
Evaristo lloró durante horas.
Cuando se cansó de llorar, volvió a su casa, bebió media botella de ginebra y se fue a dormir.
El 22 de setiembre, se levantó dispuesto a recomponer su vida.
Se baño, se afeitó, se vistió con sus mejores ropas, y se fue hasta el pueblo a buscar trabajo.
Cuando se enteró que Perón había sido derrocado, se retiró sin decir nada.
Nunca lo volvieron a ver.