La caída de un ídolo

El Teniente Batalla puso su ego en remojo con la esperanza de que se disolviera para poder así disfrutar de algunos instantes de paz antes de tener que abandonar su cuerpo.

Había consagrado su vida entera a todo tipo de combates, ya fueran estos físicos, mentales o espirituales.

A pesar de haber obtenido incontables victorias, sentía en su interior una espantosa mezcla de aburrimiento y frustración.

—Siempre hice lo que tenía que hacer, siempre cumplí con mi deber. Lo que es más, me atrevo a pensar que fui hasta creativo. Cuando no había ni dónde ni por qué pelear, generé conflictos estupendos, como si fuera un mago que hace aparecer un conejo de una galera inexistente. No entiendo por qué me siento tan vacío —dijo en una de la últimas conferencias de prensa en las que participó, cuando todavía conservaba algo de entusiasmo pero la otrora firme estructura de su personalidad empezaba ya a desmoronarse.

Poco tiempo después, fue imprescindible recurrir a la ayuda de profesionales.

—El Teniente está cansado, cree que todo su accionar ha sido en vano. Le hacen falta vitaminas o algo que lo estimule a seguir adelante —dijo su médico de cabecera.

 —Mirándola en perspectiva, su gesta parece inútil -y es muy posible que lo sea-, pero no podemos olvidar que en su momento todos lo acompañamos en algo parecido a lo que ahora llamamos su locura. Somos tan culpables como él por este sinsentido. A fin de cuentas, lo único que importa es el amor —afirmó un soldado que había ido a visitarlo, tratando de mostrarse sensible para así lograr seducir a una suboficial de la Marina Mercante llamada Patricia que -siguiendo órdenes con las que no estaba de acuerdo- había llegado hasta el domicilio del Teniente para tratar de convencerlo de que no bajara los brazos.

—Estoy mal, chicos —dijo el Teniente, ya más influenciado por el lenguaje que escuchaba en los programas de chismes que miraba en la televisión que por el protocolo militar que lo guiara durante sus años de servicio—. No tengo ganas ni de jugar a las cartas. Me di cuenta de que la guerra es pura competición, así como el fútbol es competición y ahora todo es competición. Recién estaba mirando un programa de cocina y vi que ahora evalúan hasta a los chefs. Ahí me acordé de los chicos en la escuela. Les ponen nota. Eso, que antes me parecía lo más normal del mundo, ahora me parece una aberración. Carlitos, 5, Pedrito, 9, María, 10, Josefina, 6. ¿Adónde vamos a llegar? Pronto le vamos a poner nota a cualquier cosa. Caricias, 4, Ternura, 8,50, Perfume, 3. Así no va. Tenemos que liberarnos. Liberémonos.


Cuando el Teniente comenzó a sacarse la ropa, la suboficial de la Marina Mercante dijo:

—Bueno, señores, yo llego hasta acá. Tengo una prima que tiene un parque de diversiones en Mar del Plata y siempre me dice que vaya a trabajar con ella. Aunque de alguna manera comparto la visión del Teniente, no quiero verlo en calzoncillos. En este acto solemne, me libero y me retiro. Chau.

—Esperá, Patricia. Mi familia es de Mar del Plata, esperá que yo tampoco aguanto más. Vamos a comer algo y seguimos conversando —dijo el soldado, que también estaba cansado de su trabajo y tenía más ganas de hacer el amor que de respirar.

El Teniente, desnudo, empezó a hablar de amor incondicional y paz mundial, ante la mirada inoxidable del médico que se preguntaba cuál sería el mejor camino a tomar.

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