Yo era todo

El Coreógrafo del Silencio degustaba un whisky escocés en el Bar La Paz.

En la mano izquierda sostenía su libro de cabecera.

Encuadernado en tapas duras, bañadas en oro, ese transmisor de sabiduría contenía 99 páginas en blanco.

Algunas de ellas, debido al desgaste natural que produce el uso, se habían manchado un poco y hacían que El Poeta sin Obra cerrara sus ojos y se riera como un niño.

Con la mano derecha, alternadamente, daba vuelta las páginas y tomaba el vaso para llevárselo a la boca.

De vez en cuando, apoyaba el libro en la mesa y miraba alrededor como buscando la complicidad de alguien que pudiera sentir lo mismo que él sentía al repasar, una y otra vez, esas páginas que a sus ojos se presentaban llenas de libertad y posibilidades.

Eran las 22:22 hs. de un típico jueves otoñal porteño.

La fecha me la reservo para que los futuros viajeros del tiempo no caigan en la tentación de ir hasta ese momento preciso para ver si lo que voy a contar ocurrió en el plano material o fue apenas un espejismo colectivo creado por el aura encantada del Maestro sin Enseñanza.

El bar estaba lleno.

Había una pareja que se diferenciaba del resto. Estaba formada por un oficial notificador que soñaba con ser actor y una dentista a la que había conocido en cumplimiento de su deber.

Se veía que los dos estaban muy entusiasmados con ese primer encuentro.

El oficial se sentía como si estuviera a punto de salir a escena. Estaba un poco nervioso. Quería que todo saliera bien, que ella lo admirara y lo quisiera, que esa misma noche hicieran el amor.

Mientras los futuros amantes charlaban, el Poeta sin Obra se iba ensimismando más y más en la lectura, a medida que le rellenaban el vaso.

Disfrutaba cada una de las páginas de su libro como si las viera por primera vez. Sin darse cuenta, estaba entrando en lo que los hindúes llaman el Paranirvana.


Poco a poco, se fue transformado y se convirtió en un holograma volador.

Con la total libertad de movimiento que le ofrecía su nueva condición, comenzó a desplazarse sobre las mesas, disfrazado de Cupido, lanzando flechas de amor en todas direcciones.

El cartero deluxe, que había elegido el bar, estaba fascinado.

«Soy un genio. Mirá adónde la traje. Con esto la vuelvo loca. Hoy empiezo a jugar en el equipo de los casados», pensaba.

El Poeta, sensible, despierto, sintió inmediatamente la vibración que emanaba de sus corazones y les lanzó un misil de amor incondicional de la más pura calidad disponible en el mercado.

La pareja feliz, al ser alcanzada por ese poderoso embrujo luminoso, se convirtió de repente en un ser de dos cabezas, dos corazones y cuatro piernas: una unidad de amor.

El Bailarín del Silencio atravesó los vidrios de las ventanas y comenzó a elevarse.

Desde la punta del obelisco, se tiró en picada al infinito.

Atravesó la galaxia en un instante y se convirtió en gomero en un planeta similar a la Tierra.

Más tarde fue titiritero, tuvo una granja y regresó a nuestro planeta para ser el Dr. Corrao, Alejandra Pizarnik y muchos otros.

Aprovechó la oportunidad para ser también caleidoscopio, lagartija y un boleto del colectivo de aquellos que eran de papel y que cuando eran capicúas la gente los guardaba porque eran sinónimo de buena suerte.

En síntesis, fue de todo un poco, hasta que en un momento se dio cuenta de que era todo.

Cuando volvió a estar sentado en el Bar La Paz, gracias a que el oficial notificador y la odontóloga lo ayudaron a levantarse, dijo: «Yo era pero no era yo... era todo».

El mozo le respondió: «No se haga problema. Le puede pasar a cualquiera. Lo importante es que ya está bien. Acá le dejo la cuenta».

Entendió que era hora de irse a dormir.

Había sido un día agitado.




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