Papiroflexia
Alberto González Iturbe, un epistemólogo peruano desempleado, cansado de luchar contra la pobreza y sus penurias, se decidió a cambiar.
Habiendo aprendido en la infancia los rudimentos del arte de la papiroflexia, o, en las palabras de su padre, «¿Por qué no dejas de perder el tiempo y haces algo útil?», puso manos a la obra y se comprometió a convertirse en un referente mundial de la especialidad en cuanto pudiera conseguir una tijera y un diario antiguo para empezar a trabajar.
Ese compromiso, auténtico y total, fue el primer paso de un camino que lo llevó al éxito y la fama, aunque también fue la puerta de entrada a todos los vicios y excesos que caracterizaron su vida posterior.
Después de haber sufrido tanto, no es fácil para nadie hacer equilibrio en el centro justo de esas virtudes que tanto se alaban pero tan poco se practican.
El dinero y el poder llevaron a Alberto a lugares que ni él mismo había soñado que pudieran existir.
«De todo y mucho», era su lema.
Inspirado vaya uno a saber por qué energías invisibles, un día se le ocurrió cambiarse el nombre.
Empezó a llamarse Mr. Kono.
Tal vez lo hizo como una venganza tardía contra las burlas que recibió cuando niño a causa de la estructura de su cabeza. Tal vez fue por causa de la influencia de demonios energéticos que lo acechaban con la esperanza de alejarlo cada vez más de sí mismo y de todas las cosas que hacen que la vida valga la pena ser vivida.
El asunto es que olvidó su nombre, y sólo respondía cuando lo llamaban Maestro o Mr. Kono.
Estaba confundido y mareado, sí, pero se lo veía feliz.
Confundido y mareado por causa de las drogas de diseño que consumía desde el amanecer, pero feliz por la genuina alegría que le provocaba el haber encontrado un camino honesto y redituable para insertarse en la sociedad.
Grullas, dragones, motociclistas... de su tijera y sus manos aparecían las formas más insólitas. Astronautas, escarbadientes, morcillas. No había objeto o adjetivo abstracto que escapara a su excelencia.
La gente lo desafiaba.
—Hágase un autorretrato, Maestro —le gritaba alguno, con la esperanza de ponerlo en una situación difícil.
Si estaba cansado, hacía un marco.
Si estaba inspirado, con doscientos tijeretazos, en 53 segundos, un retrato fiel de si mismo, sonriendo, junto a una modelo de ropa interior.
La vida de Mr. Kono se desplegaba a toda velocidad.
Como si anduviera en moto por una ruta desierta, habiendo olvidado su casco en una gasolinera, su rostro empezó a tomar con el tiempo la forma del viento.
Poco a poco, se convirtió en leyenda. Algunos aseguran haberlo visto junto a una aparición de la Virgen de Guadalupe.
Otros, que dicen haber estado presentes aquel día, insisten en que fue él quien la hizo aparecer y que en ese momento no tenía ni papel ni tijera.
Para cerrar esta crónica, diremos que un 31 de mayo, dos horas antes de que saliera el sol, varios adolescentes trasnochados aseguran haber visto su rostro, su tijera y sus manos, convertidos en una especie de cometa luminoso que surcaba el cielo, construyendo al mismo tiempo el universo.
Habiendo aprendido en la infancia los rudimentos del arte de la papiroflexia, o, en las palabras de su padre, «¿Por qué no dejas de perder el tiempo y haces algo útil?», puso manos a la obra y se comprometió a convertirse en un referente mundial de la especialidad en cuanto pudiera conseguir una tijera y un diario antiguo para empezar a trabajar.
Ese compromiso, auténtico y total, fue el primer paso de un camino que lo llevó al éxito y la fama, aunque también fue la puerta de entrada a todos los vicios y excesos que caracterizaron su vida posterior.
Después de haber sufrido tanto, no es fácil para nadie hacer equilibrio en el centro justo de esas virtudes que tanto se alaban pero tan poco se practican.
El dinero y el poder llevaron a Alberto a lugares que ni él mismo había soñado que pudieran existir.
«De todo y mucho», era su lema.
Inspirado vaya uno a saber por qué energías invisibles, un día se le ocurrió cambiarse el nombre.
Empezó a llamarse Mr. Kono.
Tal vez lo hizo como una venganza tardía contra las burlas que recibió cuando niño a causa de la estructura de su cabeza. Tal vez fue por causa de la influencia de demonios energéticos que lo acechaban con la esperanza de alejarlo cada vez más de sí mismo y de todas las cosas que hacen que la vida valga la pena ser vivida.
El asunto es que olvidó su nombre, y sólo respondía cuando lo llamaban Maestro o Mr. Kono.
Estaba confundido y mareado, sí, pero se lo veía feliz.
Confundido y mareado por causa de las drogas de diseño que consumía desde el amanecer, pero feliz por la genuina alegría que le provocaba el haber encontrado un camino honesto y redituable para insertarse en la sociedad.
Grullas, dragones, motociclistas... de su tijera y sus manos aparecían las formas más insólitas. Astronautas, escarbadientes, morcillas. No había objeto o adjetivo abstracto que escapara a su excelencia.
La gente lo desafiaba.
—Hágase un autorretrato, Maestro —le gritaba alguno, con la esperanza de ponerlo en una situación difícil.
Si estaba cansado, hacía un marco.
Si estaba inspirado, con doscientos tijeretazos, en 53 segundos, un retrato fiel de si mismo, sonriendo, junto a una modelo de ropa interior.
La vida de Mr. Kono se desplegaba a toda velocidad.
Como si anduviera en moto por una ruta desierta, habiendo olvidado su casco en una gasolinera, su rostro empezó a tomar con el tiempo la forma del viento.
Poco a poco, se convirtió en leyenda. Algunos aseguran haberlo visto junto a una aparición de la Virgen de Guadalupe.
Otros, que dicen haber estado presentes aquel día, insisten en que fue él quien la hizo aparecer y que en ese momento no tenía ni papel ni tijera.
Para cerrar esta crónica, diremos que un 31 de mayo, dos horas antes de que saliera el sol, varios adolescentes trasnochados aseguran haber visto su rostro, su tijera y sus manos, convertidos en una especie de cometa luminoso que surcaba el cielo, construyendo al mismo tiempo el universo.