El Principicio

Julio era escalador.

De lo único que hablaba era de cuerdas, arneses y mosquetones.

Su novia, que en un primer momento se había deslumbrado por el tamaño de sus bíceps, y se había mudado a su casa sin pensarlo dos veces, estaba empezando a cansarse.

Se habían conocido en una fiesta.

Diana, que así se llamaba la novia que estaba empezando a cansarse, nunca podría haber sospechado esa primera noche que Julio era un neurótico obsesivo cuyo único objetivo en la vida era subir y subir, para subir después un poco más.

"Parecía que se divertía", le dijo a una amiga.

En menos de una semana de convivencia, se dio cuenta de que él la veía como a una montaña, que en sus senos veía picos, en su espalda valles y entre sus piernas senderos.

Al principio, él mostraba cierto interés por las relaciones sexuales -en las que se desempeñaba bastante bien, por lo menos de acuerdo a las normas IRAM de la pornografía moderna- pero ella pronto comprendió que su aparente entusiasmo se debía a que usaba su cuerpo como una proyección inconsciente del ascenso infinito.

En el día de la primavera, Julio la llamó al trabajo para decirle que había decidido participar de una expedición al Aconcagua y que se estaba yendo a Mendoza en ese mismo momento. Se lo informó con tanta alegría que ella no se animó a decirle nada.

Fue.

Llegó a la cima.

Cansado, pero feliz, se sacó decenas de selfies.

Cuando volvió a su casa, Diana ya no estaba. Le había dejado una nota que decía: "Julio, andate a la reputa madre que te parió. Sos un pelotudo."

Él miró la nota, pero no pudo descifrar el mensaje.

Apenas veía formas, letras más escalables que otras.

Fue el principio del precipicio.

El principicio.

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