En la cafetería de Disneylandia
Algunos años atrás, mis padres fueron a Disneylandia con la esperanza de encontrar un poco de diversión en ese universo de fantasía.
Como en esa época todavía no estaba de moda la autoayuda, y la meditación era vista como una práctica inútil reservada para personas que no tenían nada mejor que hacer, mis padres estaban convencidos de que el entretenimiento y la felicidad eran cosas que se encontraban siempre afuera, y de que el grado de plenitud existencial que uno pudiera alcanzar tenía una relación directamente proporcional a la cantidad y calidad del estímulo recibido.
Por eso, como Disneylandia les parecía el lugar más divertido del mundo, con gran entusiasmo hicieron sus valijas y partieron rumbo a la aventura.
El primer día, después de disfrutar de todo tipo de atracciones mecánicas, se detuvieron un momento para tomar una malteada.
Ver al Ratón Mickey comiendo una dona les parecía casi un sueño, ver a un falso astronauta tratando de tomar su café con una pajita plástica retorcida, algo digno de ser fotografiado para luego formar parte del álbum familiar.
En ese mundo mágico, las risas se contagiaban fácilmente y mis padres sentieron que habían llegado a un espacio sagrado en donde reinaba la armonía.
Decidieron quedarse un poco más de lo recomendado en el protocolo no escrito para visitantes ocasionales.
El cansancio que provoca la rutina —esa bruja que se especializa en hacernos creer que el momento presente no es único e irrepetible sino que necesita ser reemplazado rápidamente por otro si es que no queremos morir de aburrimiento— hizo su aparición estelar el quinto día.
Era un domingo de sol.
Pluto estaba tratando de ingerir un malvavisco mientras hablaba con una princesa con la cual era evidente que mantenía una relación fuera del ámbito laboral.
Hablaba bajo, pero mi padre, que tenía un oído biónico, lo escuchó decir:
—Estoy con las bolas llenas de este disfraz del orto... Tendría que haber seguido en la fábrica... ahí por lo menos teníamos aire acondicionado...
Ese simple comentario hizo que su fe en lo que hasta ese momento le había parecido una fiesta continua empezara a desmoronarse.
Cuando mi madre le sugirió, con mucho cuidado, que se le había pasado por la cabeza una imagen en donde tomaba unos mates con su hermana, mi progenitor tuvo un satori y le contó lo de Pluto.
Ante la confesión de mi padre, mi madre le dijo que a ella también le había llamado la atención esa felicidad inoxidable desde el momento en que había encontrado a la Cenicienta en el baño, llorando, contándole a una sirena que su novio tenía problemas con la cocaína y que ya no quería ni hacerle el amor.
Decidieron volver.
—La próxima, vamos a Mar del Plata —, dijo mi madre.
—Sí, no sé cómo se nos ocurrió venir hasta acá. Como si nosotros nunca hubiéramos organizado una fiesta de disfraces...
Como en esa época todavía no estaba de moda la autoayuda, y la meditación era vista como una práctica inútil reservada para personas que no tenían nada mejor que hacer, mis padres estaban convencidos de que el entretenimiento y la felicidad eran cosas que se encontraban siempre afuera, y de que el grado de plenitud existencial que uno pudiera alcanzar tenía una relación directamente proporcional a la cantidad y calidad del estímulo recibido.
Por eso, como Disneylandia les parecía el lugar más divertido del mundo, con gran entusiasmo hicieron sus valijas y partieron rumbo a la aventura.
El primer día, después de disfrutar de todo tipo de atracciones mecánicas, se detuvieron un momento para tomar una malteada.
Ver al Ratón Mickey comiendo una dona les parecía casi un sueño, ver a un falso astronauta tratando de tomar su café con una pajita plástica retorcida, algo digno de ser fotografiado para luego formar parte del álbum familiar.
En ese mundo mágico, las risas se contagiaban fácilmente y mis padres sentieron que habían llegado a un espacio sagrado en donde reinaba la armonía.
Decidieron quedarse un poco más de lo recomendado en el protocolo no escrito para visitantes ocasionales.
El cansancio que provoca la rutina —esa bruja que se especializa en hacernos creer que el momento presente no es único e irrepetible sino que necesita ser reemplazado rápidamente por otro si es que no queremos morir de aburrimiento— hizo su aparición estelar el quinto día.
Era un domingo de sol.
Pluto estaba tratando de ingerir un malvavisco mientras hablaba con una princesa con la cual era evidente que mantenía una relación fuera del ámbito laboral.
Hablaba bajo, pero mi padre, que tenía un oído biónico, lo escuchó decir:
—Estoy con las bolas llenas de este disfraz del orto... Tendría que haber seguido en la fábrica... ahí por lo menos teníamos aire acondicionado...
Ese simple comentario hizo que su fe en lo que hasta ese momento le había parecido una fiesta continua empezara a desmoronarse.
Cuando mi madre le sugirió, con mucho cuidado, que se le había pasado por la cabeza una imagen en donde tomaba unos mates con su hermana, mi progenitor tuvo un satori y le contó lo de Pluto.
Ante la confesión de mi padre, mi madre le dijo que a ella también le había llamado la atención esa felicidad inoxidable desde el momento en que había encontrado a la Cenicienta en el baño, llorando, contándole a una sirena que su novio tenía problemas con la cocaína y que ya no quería ni hacerle el amor.
Decidieron volver.
—La próxima, vamos a Mar del Plata —, dijo mi madre.
—Sí, no sé cómo se nos ocurrió venir hasta acá. Como si nosotros nunca hubiéramos organizado una fiesta de disfraces...