Amor propio

Cuando Pía Barone la talentosa escultora argentina que de un día para otro se fué a vivir a Brasil con una surfista que apenas conocía se dio cuenta de que del mismo modo en que ella podía crear universos fantásticos, alguien podría estar creándola, se asustó.

Fue hasta el supermercado y compró una botella de cachaça.

Como no tenía costumbre de beber, el primer trago hizo que su conciencia se abriera como una rosa mecánica.

El segundo la hizo olvidar de su miedo, y el tercero la llevó en piloto automático hasta su atelier.

Con un mínimo movimiento de la voluntad, se entregó a la fuerza que suponía podía estar animándola.

En pocas horas consiguió que la arcilla tomara la forma exacta en que ella se percibía a si misma.

Algunos toques sutiles de sus habituales herramientas de trabajo —convertidas en ese momento en instrumentos de un poder superior que la guiaba con precisión matemática—, hicieron que su estatua la mirara del mismo modo en que ella la miraba.

Sirvió dos medidas y le deseó salud a su reflejo recién nacido.

Su creación tomó el vaso y bebió el contenido de un solo trago.

Ella hizo lo mismo.

Así fueron bebiendo hasta acabar la botella.

Cuando las dos estaban completamente ebrias, su nueva compañera la invitó a bailar.

Pía no estaba en condiciones de negarse a nada, y mucho menos a practicar sus pasos de forró con una escultura que tenía su mismo rostro y acababa de dedicarle una sonrisa que consideraba irresistible.

Pusieron música y se abrazaron como si no hubiera más en el mundo.

Orbitaron una alrededor de la otra como si fueran lunas de lunas, agua de agua.

Se besaron e hicieron el amor como vírgenes curiosas.

Después, se contaron algunas historias triviales y se sumergieron sin darse cuenta en esos cálidos océanos imaginarios en los que se navega sin rumbo y de los que nunca se vuelve.





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