En busca del abrazo perfecto
Era una de esas noches de otoño que anticipan un invierno crudo.
El Poeta sin Obra, enfundado en un sobretodo antiguo, se desplazaba entre la niebla como lo haría el holograma de un transatlántico inexistente.
La barba le había crecido así como los yuyos en los terrenos baldíos.
Cualquiera que lo conociera se daría cuenta de que estaba con un pié en el más allá y el otro un poco más lejos.
En su glándula pineal se formaba una y otra vez la imagen de un diminuto canario invisible que —habiendo sido privado de la libertad por un epistemólogo coreano— hubiera decidido llamarse a silencio, y sólo cantar telepáticamente para su compañera imaginaria cuando el vendaval del instinto, o alguna otra súbita ráfaga de alegría inexplicable, lo obligara a hacerlo.
Para no extendernos demasiado tratando de describir aquello que escapa a toda descripción, diremos que estaba más cerca de alcanzar la conciencia cósmica que de preocuparse por la cotización del dólar.
Iba levitando, haciendo apenas el mínimo esfuerzo imprescindible para mantener sus átomos unidos.
Sin saberlo, iba en busca del abrazo perfecto.
En una milonga trasnochada había tenido un vislumbre inesperado de lo que podría llamarse la conexión áurea, el acople perfecto entre dos cuerpos que hasta ese momento se habían reconocido como extraños pero que a partir de su encuentro comprendían que siempre habían sido parte de un mismo fenómeno indivisible.
La llama del deseo había calado hondo en las profundidades abisales del Poeta sin Obra, y este, siendo también oeste, norte y sur de su propio desencuentro, se había visto llevado por sus piés a latitudes foráneas, a perderse en los ángulos más obtusos de la geometría celeste.
No quería permitirse ni el recuerdo de esa experiencia fascinante.
El Coreógrafo del Silencio hacía todo lo posible por fingir que ese abrazo no había ocurrido nunca.
Sin embargo, los cimientos de su personalidad se habían visto amenazados por esa realidad implacable.
Con las últimas fuerzas de su voluntad, intentaba olvidar a la portadora de ese abrazo embriagador como si fuera él un Nicolino Locche del corazón luchando hasta el final contra sentimientos invencibles.
A4. Tocado, hundido.
De repente, viniendo tal vez de la nada —o del todo, o de donde como más te guste llamarlo—, en su conciencia se presentó un destello.
—Ola —, le dijo.
El Poeta sin Obra respiró profundo.
Nota: Los destellos tienen la capacidad de comunicar mucho con poco.
Respiró una vez más.
Nota 2: como imaginarás, antes también respiraba. Lo que se intenta transmitir aquí es la idea de que respiró conscientemente, que prestó atención a su respiración y su respiración se la devolvió multiplicada.
Volvió a respirar una vez más y, olvidándose del destello, se dijo:
—No puedo ser tan pelotudo... ¿Cómo me fui sin decirle nada? Estoy caminando hace tres horas como el de la película Paris Texas. Cualquier adolescente le hubiera pedido por lo menos el teléfono ¿En qué me convertí?
Decidió ir a su casa, ya que era muy probable que en esa milonga ya no hubiera nadie o que si por casualidad volvieran a encontrarse ella lo confundiera con un repartidor de pizza que había olvidado hacía mucho tiempo.
Se bañó, se afeitó, pidió un delivery de sushi, comió y se fue a dormir.
—Mañana será otro día —, se dijo. —Por hoy, voy a entrar a la inconsciencia con la conciencia tranquila. No puedo irme a dormir recriminándome nada. Hice lo mejor que pude. Por lo menos la abracé... y fué maravilloso...
El Poeta sin Obra, enfundado en un sobretodo antiguo, se desplazaba entre la niebla como lo haría el holograma de un transatlántico inexistente.
La barba le había crecido así como los yuyos en los terrenos baldíos.
Cualquiera que lo conociera se daría cuenta de que estaba con un pié en el más allá y el otro un poco más lejos.
En su glándula pineal se formaba una y otra vez la imagen de un diminuto canario invisible que —habiendo sido privado de la libertad por un epistemólogo coreano— hubiera decidido llamarse a silencio, y sólo cantar telepáticamente para su compañera imaginaria cuando el vendaval del instinto, o alguna otra súbita ráfaga de alegría inexplicable, lo obligara a hacerlo.
Para no extendernos demasiado tratando de describir aquello que escapa a toda descripción, diremos que estaba más cerca de alcanzar la conciencia cósmica que de preocuparse por la cotización del dólar.
Iba levitando, haciendo apenas el mínimo esfuerzo imprescindible para mantener sus átomos unidos.
Sin saberlo, iba en busca del abrazo perfecto.
En una milonga trasnochada había tenido un vislumbre inesperado de lo que podría llamarse la conexión áurea, el acople perfecto entre dos cuerpos que hasta ese momento se habían reconocido como extraños pero que a partir de su encuentro comprendían que siempre habían sido parte de un mismo fenómeno indivisible.
La llama del deseo había calado hondo en las profundidades abisales del Poeta sin Obra, y este, siendo también oeste, norte y sur de su propio desencuentro, se había visto llevado por sus piés a latitudes foráneas, a perderse en los ángulos más obtusos de la geometría celeste.
No quería permitirse ni el recuerdo de esa experiencia fascinante.
El Coreógrafo del Silencio hacía todo lo posible por fingir que ese abrazo no había ocurrido nunca.
Sin embargo, los cimientos de su personalidad se habían visto amenazados por esa realidad implacable.
Con las últimas fuerzas de su voluntad, intentaba olvidar a la portadora de ese abrazo embriagador como si fuera él un Nicolino Locche del corazón luchando hasta el final contra sentimientos invencibles.
A4. Tocado, hundido.
De repente, viniendo tal vez de la nada —o del todo, o de donde como más te guste llamarlo—, en su conciencia se presentó un destello.
—Ola —, le dijo.
El Poeta sin Obra respiró profundo.
Nota: Los destellos tienen la capacidad de comunicar mucho con poco.
Respiró una vez más.
Nota 2: como imaginarás, antes también respiraba. Lo que se intenta transmitir aquí es la idea de que respiró conscientemente, que prestó atención a su respiración y su respiración se la devolvió multiplicada.
Volvió a respirar una vez más y, olvidándose del destello, se dijo:
—No puedo ser tan pelotudo... ¿Cómo me fui sin decirle nada? Estoy caminando hace tres horas como el de la película Paris Texas. Cualquier adolescente le hubiera pedido por lo menos el teléfono ¿En qué me convertí?
Decidió ir a su casa, ya que era muy probable que en esa milonga ya no hubiera nadie o que si por casualidad volvieran a encontrarse ella lo confundiera con un repartidor de pizza que había olvidado hacía mucho tiempo.
Se bañó, se afeitó, pidió un delivery de sushi, comió y se fue a dormir.
—Mañana será otro día —, se dijo. —Por hoy, voy a entrar a la inconsciencia con la conciencia tranquila. No puedo irme a dormir recriminándome nada. Hice lo mejor que pude. Por lo menos la abracé... y fué maravilloso...
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