Bailar tango

El tango ocurre.

No es una coreografía ni una elegante sucesión de pasos.

Llega como un rayo, o un trueno.

Tiene algo del espíritu de la lluvia.

Naturalmente, para que ocurra, los bailarines tienen que estar preparados. 

Cuanto más preparados, mejor.

A nadie se le ocurriría improvisar jazz en el saxo sin tener un conocimiento previo del instrumento.

Los bailarines caminan, practican los movimientos tradicionales, se abrazan.

Una y otra vez, intentan reproducir los gestos del tango.

Entienden que lo único que pueden hacer es prepararse. 

Saben que cuando ocurre, ocurre como si fuera la expresión de una voluntad divina. 

Como si un ángel dijera "Che, tengo ganas de bailar unos tanguitos. Me parece que está pareja está lista para ser canal de mi vibración celestial" y sin decir buenas noches se incorporara en ellos y empezara a manifestar en el plano terrestre cosas que pertenecen a un ámbito distinto.

Chán, chán... chán, chán...

Así es como, de repente, en una pista cualquiera, dos bailarines se olvidan de sí mismos y son llevados por esa corriente invisible que viene del más allá y escapa a toda descripción.

Desaparecen.

El final del tango los encuentra sorprendidos como si despertaran de un sueño, felices como si hubieran descubierto el amor en ese instante.

Para aquellos que no conocen la etiqueta de la milonga, diremos que las parejas deben girar en sentido antihorario. 

Es una danza íntima, pero también social.

Lo que ocurre tiene la fuerza de un tornado, y ocurre entre los bailarines, pero ellos nunca descuidan su entorno, ni el templo en donde su intimidad se expresa.

Es una danza eco friendly.

Uso esas palabras en inglés para que no creas que soy un erudito tratando de dar cátedra de tango. 

Soy apenas un bailarín maravillado por las posibilidades de comunión que brinda esta ceremonia popular nacida en Argentina.

Si llegaste hasta acá, y todavía no bailás, andá a tomar unas clases. 

En cuanto puedas, aventurate a la milonga.

De repente, la magia.