Tu ausencia es un agujero negro en mi memoria
A pesar de estar acostumbrados a un orden social en donde es posible recoger frutos sin necesidad de relacionarse con los árboles, los habitantes de las grandes ciudades parecen sorprenderse cuando los efectos de causas puestas en movimiento sin su conocimiento se manifiestan en sus vidas.
Y, con la misma inocencia con la que atacan un supermercado llevando apenas una tarjeta de crédito cargada con símbolos que produjeron programando videogames para una compañía que tiene sus oficinas en un país lejano, intentan relacionarse con sus semejantes.
Así no hay amor que aguante.
El ideal, representado por dos jóvenes con rostros y cuerpos perfectos, bien arreglados y vestidos, sonriendo en un escenario idílico, se transforma en un fruto que algunos anhelan y quieren poseer siguiendo el mismo proceso que utilizan para apropiarse de un pepino en la verdulería de su barrio.
Como son muchos los que creen que eso es posible, los rituales comunes del amor que en teoría comparten hacen que durante un tiempo mantener esa ilusión sea posible.
Intentando copiar los gestos externos, olvidan los fundamentos.
Nota: por favor, no creas que por escribir en tercera persona soy inmune a ese tipo de espejismos. Ahora que entré en calor, voy a enfrentar algunas de mis sombras en primera persona.
Yo mismo, en este momento, tengo que hacer un esfuerzo enorme para intentar salir de la pegajosa tela de araña de la costumbre y ver qué me pasa a mí, en qué puntos soy víctima de una programación insensata.
Antes de analizarme más en profundidad, quiero resaltar que ya hay una trampa lingüística en la que caemos desde pequeños y es tal vez la única justificación que tengo por haber comenzado este escrito en tercera persona: en la escuela nos enseñan que la primera persona es YO.
Yo, tú, él, nosotros, vosotros y ellos.
Ahí está el origen de muchos males.
Primero, siempre YO.
America First.
Después, tú.
Él y ella, veremos.
Nosotros, en cuarto lugar.
Vosotros, sólo en España.
Ellos, los últimos.
Yo, yo, yo.
I, me, mine (cantaban Los Beatles).
Asi no hay amor que aguante.
Creo que ya podemos ingresar al tema propiamente dicho.
Ahora estamos tú y yo, completamente en el aquí y ahora, separados apenas por algunos kilómetros, algunos días, y quien sabe si por las aparentes barreras de la vida y la muerte. Hace mucho que no nos vemos en el espejo de nuestros ojos.
Tengo que avanzar sin brújula.
Eso ya lo acepté y lo voy llevando relativamente bien.
Por las dudas que esta botella arrojada al mar llegue hasta tu isla desierta, o hasta el lugar en que hayas establecido tu residencia, quiero que sepas que mi trabajo interno -por llamarlo de algún modo- dió frutos suculentos, o jugosos, para decirlo con una palabra menos ambiciosa pero igualmente representativa.
Finalmente me convertí en un buda anónimo y barrial que se come una manzana, le deja un poquito a un pájaro, otro poquito a una lagartija, y se va a dormir la siesta como si fuera un inocente o un ángel.
Eso sí, no sería honesto si no te dijera que en algún lugar del océano infinito de mis recuerdos humanos existe un agujero negro que todavía tiene tu nombre.
Y, con la misma inocencia con la que atacan un supermercado llevando apenas una tarjeta de crédito cargada con símbolos que produjeron programando videogames para una compañía que tiene sus oficinas en un país lejano, intentan relacionarse con sus semejantes.
Así no hay amor que aguante.
El ideal, representado por dos jóvenes con rostros y cuerpos perfectos, bien arreglados y vestidos, sonriendo en un escenario idílico, se transforma en un fruto que algunos anhelan y quieren poseer siguiendo el mismo proceso que utilizan para apropiarse de un pepino en la verdulería de su barrio.
Como son muchos los que creen que eso es posible, los rituales comunes del amor que en teoría comparten hacen que durante un tiempo mantener esa ilusión sea posible.
Intentando copiar los gestos externos, olvidan los fundamentos.
Nota: por favor, no creas que por escribir en tercera persona soy inmune a ese tipo de espejismos. Ahora que entré en calor, voy a enfrentar algunas de mis sombras en primera persona.
Yo mismo, en este momento, tengo que hacer un esfuerzo enorme para intentar salir de la pegajosa tela de araña de la costumbre y ver qué me pasa a mí, en qué puntos soy víctima de una programación insensata.
Antes de analizarme más en profundidad, quiero resaltar que ya hay una trampa lingüística en la que caemos desde pequeños y es tal vez la única justificación que tengo por haber comenzado este escrito en tercera persona: en la escuela nos enseñan que la primera persona es YO.
Yo, tú, él, nosotros, vosotros y ellos.
Ahí está el origen de muchos males.
Primero, siempre YO.
America First.
Después, tú.
Él y ella, veremos.
Nosotros, en cuarto lugar.
Vosotros, sólo en España.
Ellos, los últimos.
Yo, yo, yo.
I, me, mine (cantaban Los Beatles).
Asi no hay amor que aguante.
Creo que ya podemos ingresar al tema propiamente dicho.
Ahora estamos tú y yo, completamente en el aquí y ahora, separados apenas por algunos kilómetros, algunos días, y quien sabe si por las aparentes barreras de la vida y la muerte. Hace mucho que no nos vemos en el espejo de nuestros ojos.
Tengo que avanzar sin brújula.
Eso ya lo acepté y lo voy llevando relativamente bien.
Por las dudas que esta botella arrojada al mar llegue hasta tu isla desierta, o hasta el lugar en que hayas establecido tu residencia, quiero que sepas que mi trabajo interno -por llamarlo de algún modo- dió frutos suculentos, o jugosos, para decirlo con una palabra menos ambiciosa pero igualmente representativa.
Finalmente me convertí en un buda anónimo y barrial que se come una manzana, le deja un poquito a un pájaro, otro poquito a una lagartija, y se va a dormir la siesta como si fuera un inocente o un ángel.
Eso sí, no sería honesto si no te dijera que en algún lugar del océano infinito de mis recuerdos humanos existe un agujero negro que todavía tiene tu nombre.
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