La firma de un poeta
Su obra fue desconocida hasta el día en que cumplió 91 años.
Justo después de soplar la velita incrustada en la torta que los empleados del geriátrico habían horneado para celebrar su cumpleaños, recibió un llamado.
Era de la producción del programa de Mirtha Legrand.
Parece que la nieta de la diva había descubierto su primer libro de poemas y se había encandilado de tal manera con su pluma efervescente que logró convencer a Chiquita de que Cadorna merecía un homenaje antes de pasar a la inmortalidad.
El poeta, que ya hacía mucho tiempo que estaba totalmente deprimido, volvió a sentir su corazón latir con fuerza.
—Con mucho gusto, querida. Allí estaré. Gracias por la invitación —, le dijo a la productora.
Con su entusiasmo renovado, aprovechó los días que faltaban preparándose para el gran momento.
Fué a la peluquería, se compró el traje más caro que sus modestísimos ahorros le permirieron comprar, y paseó por la ciudad en Uber, mirándolo todo con ese brillo en los ojos que algunos años atrás fuera su característica más distintiva.
También conmovida, después de haber conocido la obra de Cadorna, Mirtha decidió hacer uno de esos almuerzos reservados sólo para las personalidades más destacadas: serían ella y él, nadie más.
Lo anunciaron como si hubieran descubierto los restos de un dinosaurio en el Parque Japonés.
Después de la presentación y los aplausos, empezaron a comer. El poeta fue entreteniendo a su anfitriona con todo tipo de historias encantadoras mientras degustaba platos con los que ya hacía mucho tiempo que había dejado de soñar.
En el momento en que Cadorna se deleitaba con el aroma del café que cerraría el almuerzo, Chiquita le preguntó:
—Digamé, Joe, ¿Cómo se siente ser reconocido después de tanto tiempo?
—Mire, querida, antes de responder a su pregunta, le ruego que me permita agradecerle por esta oportunidad maravillosa que me ha dado de almorzar con entrada, plato principal, postre y café, todo muy rico, y por permitirme al mismo tiempo, por primera vez en mi vida, expresarme de manera directa ante una audiencia numerosa.
—Qué divino —, dijo Mirtha, mirando a cámara.
—Cuando yo era joven —, continuó el Poeta — quería dinero. Escribía con la esperanza de ganarme la vida sin trabajar. Quiero decir sin tener que trabajar como albañil o cajero de supermercado. Escribir también es un trabajo, claro, pero menos pesado, y ofrece, al menos en teoría, mayor libertad para administrar el tiempo. La verdad es que yo no escribía ni por la gloria ni por la fama. La fama no me interesaba, y la gloria, bueno, ni me permitía soñar con ella. Escribía porque pensaba que escribiendo me iba a hacer millonario. Lamentablemente, resultó ser apenas una fantasía...
—Bueno, Cadorna, pero no se olvide que yo traigo suerte. Estoy segura de que en este mismo momento varios editores están pensando en firmar contratos con usted.
—Es muy amable, Mirtha, pero ahora ¿para qué querría el dinero? Antes soñaba con dar la vuelta al mundo con una modelo sueca, ahora estoy más cerca de tener que comprar una silla de ruedas. Antes fingía que me interesaba la fama, cuando en realidad lo que quería era el dinero. Ahora tendría que fingir que me interesa el dinero, cuando por fin estoy a punto de alcanzar la gloria.
—O sea que está con ganas de firmar su primer contrato —, dijo Mirtha, con una sonrisa pícara.
—No precisamente —, respondió Cadorna.
En ese momento, mientras su rostro brillaba en primerísimo primer plano en los televisores de cientos de miles de hogares argentinos, Joe Cadorna, con un movimiento veloz, sacó del bolsillo de su saco una pistola pequeña, se la puso en la boca y se voló la tapa de los sesos.
No fue preciso que Mirtha pidiera un corte. El director de cámara tomó la decisión por ella.
El resto es leyenda.
El resto es leyenda.
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