Soledad, la de Barracas

—Cuando en la punta de una montaña nace una flor, el universo entero se enriquece por su belleza. Aunque no exista un escalador que la vea, o una abeja que la polinice, la flor declamará su poema de color y armonía, y se estremecerá al recibir los rayos del sol matinal... La soledad es una invención de la mente, un subproducto de la ignorancia que nos impide percibir la unidad de todas las cosas —dijo El Coreógrafo del Silencio.

—Puede ser, pero no me va a negar que para que una espalda pueda ser bien enjabonada la presencia del otro es casi imprescindible —respondí.

—Su lógica, en ese aspecto, es irrefutable. En lo que a higiene conjunta se refiere, no solo que es imprescindible sino que es mucho más divertido. Sin embargo, para defender mi tesis, diré que la primera dignidad de todo lo que existe es la presencia. Las espaldas, los enjabonamientos, e incluso la diversión, son efectos colaterales. Existo, luego pienso. Tengo una espalda, espero que alguien me la enjabone, pero si eso no ocurriera, doy gracias a la vida porque la tengo.

—Maestro, disculpe que le pregunte, pero ¿usted sigue frecuentando a Sandra?

—¿Qué tiene que ver Sandra con esto?

—Me pareció que su elogio de la soledad podía ser el reflejo de un conflicto romántico.

—¿Hablo en chino yo? Ya le dije que la soledad es una invención de la mente. Yo no le canto a la soledad sino a la unidad de todo lo que existe. O no me expresé bien o usted no me presta atención. De cualquier forma, seguiré emitiendo mi fragancia con la misma actitud de un crisantemo que, a pesar de estar manifestado en la cambiante ilusión de la materia, se sabe parte de la eternidad.

—Veo que hoy está raspando el fondo de la olla de la conciencia. Está muy profundo...

—En la olla de la conciencia no hay diferencia entre lo profundo y lo superficial. El asunto es ver qué podemos hacer para dejar este mundo un poco mejor de como lo encontramos, cómo podemos dar más, aceptar más, agradecer más.

—¿Cómo podemos?

—Ahí está el asunto... Eso es lo que cada uno tiene que descubrir. Ahí está una de las gracias de la existencia.

—¿No podíamos hacerlo en silencio, sin necesidad de hablar del tema?

—Sí, claro, pero usted sabe que a mí me gusta hablar. Además, me parece que tengo derecho, así como usted tiene el derecho de no escucharme si le parece que hablo demasiado.

—No, no, me gusta lo que estamos conversando, preguntaba para saber nomás.

—Lamentablemente, o por suerte, yo no tengo la respuesta. Yo converso para saber.

—¿Puedo preguntar qué lo llevó a esta reflexión?

—Se ve que sí porque ya lo hizo. Todo empezó mientras estaba preparando mi desayuno. Mirando la tostadora tuve una especie de satori. Me di cuenta de la cantidad de transformaciones que habían sido necesarias para que yo pudiera acompañar mi té de hierbas con una tostada de pan integral. La miel que le iba a poner encima a la tostada también entró en la ecuación. ¿Usted se da cuenta? ¿Alcanza a vislumbrar la magnitud de lo que nos rodea?

—¿Usted dice por la tostadora?

—La tostadora, el transatlántico, la hormiga. Todo. La existencia de patos, frutillas y tostadoras debería ser motivo suficiente para cortar el tránsito, para que la gente se abrace y baile en la calle. La germinación del poroto... Todo. La humanidad, como conjunto, en su afán de progreso, se olvidó de lo básico.

—¿De qué?

—De la celebración de la existencia.

—Pensé que iba a decir el amor.

—El amor viene antes, es esencial, es el origen de lo básico.

—¿Almorzó?

—Apenas prana.

—¿Le apetece un plato de ravioles?

—En este momento, no veo mejor manera de celebrar la existencia.

—Vamos. Yo lo invito.

—Gracias.


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