La punta del iceberg

Polo Contreras miraba los tres cubos de hielo que flotaban en el vaso de whisky que sostenía entre sus manos. Sonreía.

Para ser más precisos, sus labios habían adoptado la forma de lo que parecía ser una sonrisa.

Cualquiera que lo conociera bien, se daría cuenta de que esa mueca era en realidad producto de la reacción involuntaria de los labios a la presión que ejercían los músculos de la mandíbula al intentar cerrar la boca más allá de lo que su anatomía le permite.

Aún sabiéndose el único payador salteño capaz de incorporar la palabra iceberg entre sus versos más inspirados, el único que le dedicó una canción original en quechua a esas grandes formaciones de hielo que flotan en el mar, estaba nervioso.

Era la primera vez que se presentaba en un canal de televisión.

Si bien ya había cantado en infinidad de bares, en algunos teatros y hasta en el estadio Padre Ernesto Martearena, en ocasión de un festival folklórico en el que también cantó Mercedes Sosa, ese día estaba nervioso.

Mirar los cubos de hielo le hacía pensar por primera vez en sí mismo, en la naturaleza de los icebergs y en su simbología oculta.

Los lectores más curiosos se preguntarán cómo es posible que un cantor semi profesional pueda ponerse nervioso por tener que presentarse en televisión.

La respuesta es obvia, pero es tan difícil de ver como la estructura completa de un iceberg.


En un bar —o hasta incluso en un estadio—, aunque uno no conozca a las personas que forman parte de la audiencia, la relación que se establece entre el artista y el público es más evidente, más concreta. El artista está cantando frente a un grupo más o menos grande de personas que están escuchando, comiendo panchos, hablando por teléfono, o lo que sea que estén haciendo, pero que están ahí, las puede ver, puede comprender la dimensión de lo que está pasando.

En la televisión -y más tratándose de una transmisión a nivel nacional, en un canal que llega también gratuitamente por Internet a todo el mundo-, el público está oculto.

Polo Contreras estaba temblando. Había sido educado en un colegio inglés, y, ante la inminencia de una aparición internacional, temía que pensaran que era un hombre sin raíces, un vendepatria, un sabelotodo que quería aparentar conocer lo que no había visto jamás.

Estaba aterrado. No podía mover la mano para llevarse el vaso a la boca. Pensaba que el whisky tal vez lo ayudaría a relajarse, pero había perdido la capacidad de mover su cuerpo. Lo único que conseguía mover eran los párpados.

En ese momento, escuchó que alguien decía «vamos chicos, vamos que vamos».

Se acercó un productor y le preguntó: «¿Listo, Polito? Vamos que ya tenemos el enlace con la Televisión Pública.»

Contreras no respondió, ni se movió.

El productor, que aunque estaba muy ocupado no era la primera vez que veía a alguien nervioso, le volvió a preguntar: «¿Estás bien, Polo?»

Como entendió que Contreras era incapaz de articular una palabra o hacer otra cosa que no fuera abrir y cerrar los ojos, gritó: «manden el institucional y la nota de la Escuela 232. Lo de Polo se suspende.»

Lo tuvieron que llevar al hospital. Estaba duro como una estatua. 

Le inyectaron una dosis de calmantes suficientes para dormir a dos llamas y un tatú carreta en celo.

Cuando se despertó y se acordó de lo que había pasado, volvió a tener miedo, pero gracias a que estaba todavía muy relajado lo pudo manejar de otra manera, pudo expresarlo mejor, como si fuera la punta de un iceberg diciendo «aquí estoy yo.»

—Contreras...  ¿qué hace por acá? —le preguntó la enfermera.

—No lo va a creer, me puse nervioso, como un chico. No podía cantar.

—Sí, me enteré. No se haga drama, le puede pasar a cualquiera. Me dijeron que una vez Tomatito tenía que tocar en un teatro y empezó a decir «que no salgo... y que no salgo» y tuvieron que suspender la función... ¿lo conoce a Tomatito?-

—El español...

—Sí, el padre de las Ketchup... las del Aserejé.

—Oí hablar de él. No sabía que también se había puesto nervioso.

—A muchos les pasa. No es fácil cantar en público.

—Se ve que no. Qué lástima. Tenía unas estrofas lindas. Mire que hay que hacer rimar una palabra de otro idioma. Yo tengo un truco. Si le interesa, se lo cuento.

—Claro, Polo, ¿cómo no me va a interesar? Cuente, cuente.

—Hago de cuenta que la última g no está. Lo castellanizo, digamos. Entonces encaro la palabra como si fuera un verbo cualquiera de la segunda conjugación. Ese es mi secreto.

—Muy bueno. Se lo voy a contar a mi hijo que está con ganas de estudiar guitarra y canto. Y sabe un poco de inglés. ¿Quiere comer algo?

—La verdad es que sí. Todo este asunto de la televisión me abrió el apetito.



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