Maestría en soledad

Impulsado más por la necesidad que por el deseo, Emanuel Solari decidió aprovechar la espantosa oportunidad que le ofrecía el destino y se dedicó a estudiar la soledad con la misma libertad que suponemos deben tener los santos o los locos.

Después de haber probado, sin éxito, todos los métodos posibles para tratar de mimetizarse con sus semejantes, entendió que su suerte podía no ser aquella con la que soñaba, sino otra muy distinta, imaginada tal vez por alguna divinidad perversa, en la que el único camino que podría recorrer con honestidad sería el de la soledad más absoluta.

Las mascotas no lo rechazaban. El problema eran los seres humanos. Y, en especial, los seres humanos del sexo opuesto, en su caso las mujeres, principalmente aquellas que poseían un nivel de atractivo sexual que en el mercado del amor podríamos definir como medio-alto.

A pesar de que Emanuel era un joven relativamente bien parecido, y de que era un entrepreneur bastante exitoso, las mujeres lo ignoraban sin culpa ni remordimiento.

Para los que piensen que le faltaba iniciativa, diremos que era un bailarín excelente, que había contratado los servicios de los mejores asesores de imagen y había tomado todos los cursos habidos y por haber de relaciones públicas, comunicación no violenta y seducción irresistible.

Había probado la magia negra, la blanca y la gris, Tinder y Happn, fiestas, cócteles, cursos, museos, clases de yoga, aromoterapía, astrología kármica. Todo.

Y nada.

Cuando una mujer lo llamaba para ofrecerle un nuevo plan de telefonía, se alegraba.

Contrató los servicios de una psicóloga. Le dijo que tal vez su nivel de exigencia era muy alto.

Dispuesto a intentarlo todo, empezó a tratar de seducir mujeres que no le interesaban, mujeres que estaban lejos de representar el padrón de belleza establecido, mujeres excedidas de peso, ancianas.

Nada.

Después de dos o tres frases, con más o menos discresión, comenzaban a alejarse de él como si fuera el portador de una enfermedad contagiosa.

Con mucho dolor, empezó a aceptar la idea de que tal vez su persistencia no era otra cosa que obstinación, y decidió abrazar la soledad como quien abraza a un cajero de banco albino en el momento en que en la misa nos invitan a darle la paz a nuestro vecino.

Quiero decir que el primer encuentro no fue del tipo amor a primera vista.

Fue más como decir "bueno, todos se mueren... se ve que yo también me tengo que morir."

Pero poco a poco se fue acostumbrando, y lo que al principio le parecía una maldición horrible, empezó a transformarse en una pasión incandescente, con una intensidad mucho mayor de la que antes había imaginado que podría traerle el contacto con actrices porno o modelos suecas de ropa interior.

El silencio contínuo de su teléfono celular, la total ausencia de risas o llantos que no fueran los suyos en su cuarto, el recuerdo cada vez más lejano de lo que serían un corpiño o una bombacha, el mate, las películas, el baño y las comidas en soledad, se transformaron en su templo y su oración.

En tiempo record hizo la primaria, la secundaria, la facultad y la maestría en soledad.

Aunque nunca nadie lo supo, se convirtió en un yogui, en un gurú del aislamiento.

Si no se hubiese muerto tan solo, sentado en posición de loto, aquellos que quisieran estudiar la soledad podrían haberlo consultado.

Nadie la conoció mejor que él.




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