Por qué practico yoga

Era un grupo ecléctico. En realidad, más que un grupo, podríamos decir que era un conjunto de seres extraviados que se parecía más a una bolsa de gatos esotéricos, o a un club de perdedores anónimos abandonado, que a un grupo de practicantes de yoga.

Pero lo notable de ese conjunto de buscadores sin brújula ni norte, de ese revoltijo humano de confusiones y tristezas que por lo general no tenía más esperanzas que la de que volviera Jesucristo u ocurriera algún otro tipo de milagro, es que un buen día decidió contratar a un profesor de yoga.

La idea no tuvo un nacimiento tan noble como el que algunos lectores o algunas lectoras inocentes pueden estar imaginando. La verdad es que parece que el profesor le vendía marihuana a uno de los miembros de esa unión inestable e injustificable de seres despreciables. Y parece que la marihuana que vendía era tan buena que los otros miembros también empezaron a comprarle y cuando supieron que quien les traía tantas alegrías era también profesor de yoga, ya le tenían cariño y decidieron contratarlo, por lo menos una vez, como gesto de agradecimiento.

La cita era al aire libre, un sábado a las 11 de la mañana

Nota: los practicantes que frecuentan este espacio de letras espontáneas y efervescentes, y aún así se levantan temprano y viven vidas ordenadas, pensarán que era un horario más que normal y conveniente, pero quiero asegurarles que para ese grupo levantarse a las diez para llegar a las once representaba un esfuerzo extraordinario, hercúleo (con el perdón de la palabra), o hasta podría decirse que titánico.

Decíamos que la cita era a las once del sábado a orillas del Río de la Plata, a la altura de Vicente López.

Según pude consultar en los registros akáshicos de mi tía Marta, faltando un minuto para las once llegó el profesor. 

Tanto su nombre como el de los alumnos será mantenido en el anonimato por razones evidentes para todos los lectores y lectoras que estén familiarizados con las leyes que penalizan el consumo de estupefacientes en la República Argentina.

Llegó en bicicleta, flaco, como siempre, con los ojos bien rojos detrás de anteojos bien negros.

Con mucha calma, colocó su mat (esterilla) sobre el pasto, sacó de la mochila su banquito de meditación
y, como todavía no había señales de los autopropuestos alumnos, se sentó con las piernas cruzadas y prendió un cigarrillo.

A las 11:25, cuando ya había fumado dos, llegó el primero.

Para las 11:45 se había constituido la ronda completa de lunáticos de la que hablábamos al principicio.

Antes de que el profesor pudiera decir Om, los porros corrían de un lado para el otro como si fueran castas adolescentes húngaras perseguidas por un contingente de orkos extraterrestres en celo.

Para las doce y quince ya nadie se acordaba ni porqué se habían reunido. La conversación era muy animada.

En eso, el profesor levantó una mano y pidió la palabra. Como hacía rato que estaba en silencio, y los muchachos eran un poco díscolos pero no tanto, todos se callaron y juntaron sus fuerzas de la mejor manera que pudieron como para tratar de entender el discurso que imaginaban se avecinaba.

"Queridos —empezó—, ustedes saben que, además de mis clientes, los considero casi mis amigos. Por eso, y por otras razones que sería largo e inútil enumerar, voy a dirigirme a ustedes con respeto, pero también con franqueza. Yo, además de facilitarles el acceso a la mejor hierba que se puede conseguir en la ciudad, soy profesor de yoga. Y soy tan o más loco que ustedes. A mí también me cuesta levantarme temprano. Pero a las once estaba acá, listo para empezar. Miren cómo estamos. Ya se va a hacer la hora de almorzar y acá no hicimos ni un saludo al sol. Ni hablar de que a ninguno se le ocurrió ni siquiera con la mirada sugerir un gesto que se pareciera en algo a una disculpa por haber llegado tarde. Ustedes, y se los digo con cariño y con respeto, son un grupo de irresponsables desagradecidos que la única fortuna que poseen es la de haber nacido en familias adineradas que con su apoyo incondicional les permiten pasarse el día sin hacer nada, fumando el producto gourmet que yo tengo la gentileza de acercarles hasta sus casas para que no tengan que exponerse al peligro de transportar sustancias ilegales. Yo no les pido que me feliciten o me aplaudan, pero me parece que por lo menos podrían tener un poco de consideración y, ya que por alguna razón se propusieron practicar un poco de yoga, cumplir por lo menos con ese pequeño compromiso en nombre de todo lo que hago por ustedes."

Los muchachos se quedaron helados. No porque hubieran entendido todo, o porque hubieran podido tan rápidamente digerir aunque sea parte del material sonoro que acababa de surcar el espacio infinito en todas direcciones, sino porque a nivel intuitivo se daban cuenta de que algo habían hecho mal y de que tal vez hasta su futuro más inmediato dependía de su capacidad de remediar el mal que habían hecho.

"Por favor, no se asusten —continuó el profesor—. Lo único que quiero es que paremos con esta charla
insensata y practiquemos por lo menos media hora. No les voy a pedir que se paren de cabeza. Tampoco vamos a ponernos en otras posiciones incómodas. Vamos a practicar un poco del viejo y querido Raja Yoga. Raja no de rajarse, sino de real. El yoga de los yogas. Lo primero que les voy a pedir es que formemos un círculo más o menos decente y nos calmemos un poco. Respiren. Eso... Lo otro ya lo conocen. La novedad es este silencio."

Ahí el profe se quedó callado, y todos los miembros de la agrupación de cabezas huecas y desteñidas que habían llegado hasta la orilla del Río de la Plata con el propósito de practicar yoga, todos esos fantasmas escapados del tren que podríamos llamar homónimo si a fantasmas en este caso no le sobrara una ese, se quedaron también callados, como pocas veces antes.

Se hizo un silencio lindo. 

Todos se dieron cuenta inmediatamente de que podían descansar. 

Por lo menos por un rato no necesitarían ser ellos mismos.Podían relajarse.

Ommmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm.

Cuando el profesor sintió que todos estaban a punto caramelo, preguntó:

¿Ustedes saben por qué practicamos?
—Para tener buena salud—, respondió uno, el más ansioso.
—Para ser mejores personas—, dijo otro.
—Para alcanzar la iluminación—, dijo el más osado.
—No... no... es noble querer ser mejores personas, y tener buena salud es un requisito fundamental para vivir una vida plena... en cuanto a la iluminación, bueno, como decía Luca, mejor no hablar de ciertas cosas.. pero no, esas cosas pueden ser un subproducto de la práctica, pero no son el corazón del alcahucil... nosotros practicamos por dos razones. La primera, para poder llegar al baño por nuestros propios medios hasta el último día. La segunda, y esta es por lo menos tan importante como la primera, es para entender mejor qué es lo que está pasando acá y poder actuar en consecuencia. Dicho esto, me retiro. Mi madre me espera con unos ravioles. Si hubieran sido más amables, los hubiera llevado conmigo. Seguro que no se iban a quedar con hambre. Pero se comportaron como unos trogloditas. Si quieren que nuestra relación mejore, la próxima vez, en caso de que la haya, pongan un poco más de empeño. Eso en cuanto al yoga. En cuanto a lo otro, seguimos como siempre. Me llaman y en un rato estoy en su casa. Chau, chicos. 


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