Un budín

En el subsuelo de la Galería Larreta, en la calle Florida, había un restaurante. 

En ese restaurante trabajaba una chica que cautivó el corazón del Coreógrafo del Silencio sin saberlo, a primera vista, mientras él atravezaba la galería rumbo a la Plaza San Martín para darles de comer a las palomas.

El asunto es que en cuanto la vio, El Coreógrafo se olvidó de las palomas y de sí mismo. 

Lo único que le interesaba era conocer a esa chica.

Como en el fondo es un poco tímido, y tal vez por ser de libra le cuesta tomar desiciones, me pidió que lo acompañara y nos hiciéramos pasar por clientes.

Siendo un restaurante abierto al público, en esa zona, no tuvimos que hacer un gran esfuerzo para que nadie se diera cuenta de que éramos dos personas que iban a comer. 

No necesitamos ni maquillarnos ni usar caretas o disfraces de ninguna especie.

Fuimos, vimos que la chica trabajaba en la parte de afuera, y nos sentamos lo más disimuladamente que pudimos como para que ella no sospechara que para El Coreógrafo la vida había perdido todo sentido si no entablaba con ella algún tipo de relación.

Pedimos dos menúes ejecutivos que incluían entrada, plato principal, bebida, postre y café.

Naturalmente, yo pude hablar muy poco y tuve que limitarme a escuchar una catarata interminable de elogios y suposiciones infundadas sobre su maravillosa personalidad, y otra de halagos poéticos a sus ojos verdes, su boca, sus manos, y a cualquier otra parte de su anatomía, visible o no.

Cuando ella estaba cerca, El Poeta sin Obra se comportaba con total naturalidad. 

Fingía, claro. 

Estoy seguro que en su interior galopaban una tropilla de corceles blancos y alados, una horda de mamuts en
celo, y algunas jirafas extraviadas, vestidas con atavíos iridiscentes y discretos sombreros de playa con rositas rococó.

Para cuando llegamos a la hora del postre, El Coreógrafo se había transformado en Superman. Se lo veía fuerte, decidido. Los ojos le brillaban como estrellas fugaces, como faros o soles jóvenes que señalizaran galaxias.

La chica, de nombre Celeste, vino a retirar los platos y nos preguntó qué queríamos de postre.

Tenían budín de pan y flan con dulce de leche.

Yo pedí el flan.

Ella, muy simpática, le preguntó:

¿Y vos?
—Un budín... no es un buda pequeño. Es un producto, a base de harina, huevos y esencias, que al igual que cualquier otra cosa o experiencia puede recordarte tu naturaleza búdica. Ahora bien, si tu duermes, pensando que estás despierto, y crees que una cosa es más sagrada que otras, no podrás disfrutar plenamente de todo lo que este noble panificado, de nombre tan simpático, tiene para ofrecerte.

Ella se quedó mirándolo como si de repente El Coreógrafo se hubiera convertido en un fantasma o una orquídea.

Tenía la boca entreabierta, y lo miraba como si Don Juan Matus le hubiera movido el punto de encaje con un certero golpe del intento.

El Coreógrafo, totalmente estimulado al ver que sus palabras habían dado en el blanco, agregó:

—Y un café, por favor.   

Como la chica había quedado paralizada, él suavizó la situación con unas palabras de seda oriental:

—Si junto con la cuenta tuvieras la gentileza de traerme tu número de teléfono, me sentiría muy feliz y honrado de poder invitarte a pasear. Me llamo ............ (el nombre del Coreógrafo, por razones ya conocidas por quienes frecuentan este espacio, no será revelado aquí).

En ese mismo acto le dió su tarjeta. 

El resto es historia. 

Ella, ya recuperada de la conmoción inicial, le trajo junto con la cuenta su número de teléfono. 

Pasearon juntos muchas veces. 

El final no fue tan feliz como quisiéramos imaginar, pero todo hace suponer que mientras duró fué un cielo infinito, celeste y blanco, puro como la patria del corazón, esa que está más allá de las naciones y que trasciende todas las fronteras, incluso las del pensamiento.







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