Las aventuras de una rata de laboratorio

Había un vez una rata que tuvo la suerte (o la desgracia) de haber nacido en un laboratorio.

Su infancia fue de ensueño, junto a su madre y sus hermanos, en un entorno higiénico y protegido, jugaba y se alimentaba como si fuera una princesa que desconociera las dificultades a las que a menudo deben enfrentarse otros representes de su especie.

Su destino, como podrás imaginar, cambió en el mismo momento en que alcanzó la edad necesaria para participar de todo tipo de experimentos.

Separada de su familia, y debiendo enfrentar pruebas que no podría ni siquiera haber soñado en sus más espantosas pesadillas, conseguía mantenerse de buen humor recordando aquellos días dorados en los que la vida le sonreía desde que prendían las luces hasta que las apagaban.

Debido a su buena salud, y a su extraordinaria vitalidad, fue elegida para la prueba más difícil: encontrar la salida de laberintos cada vez más complejos

Los primeros, claro, eran sencillos, y tenían como único objetivo que comprendiera la naturaleza del experimento. 

Si encontraba la salida, un rico queso. Si no, nada, o una ración miserable de algo que apenas la mantendría con la fuerza necesaria para empezar de nuevo al otro día.

Como era inteligente y dedicada, recibió muchas recompenzas, pero como sus captores eran crueles, lo supieran o no, y estaban más interesados en probar sus límites que en alimentarla con queso, pronto empezó a pasar días enteros sin encontrar la salida de los nuevos laberintos con los que intentaban encontrar sus límites.

No voy a demorarme mucho describiendo su sufrimiento porque lo más interesante de esta historia es lo que pasó después de que consiguió escapar.

Una mañana de domingo, la mujer de la limpieza, que al igual que todos los científicos que trabajaban ahí ya estaba totalmente insensibilizada al sufrimiento ajeno y lo único que hacía era limpiar las jaulas con el mismo entusiasmo con que lo haría un robot antiguo, tal vez por haber perdido recientemente un hijo, se apiadó de la protagonista de esta historia y, al salir, la puso en una cajita en su cartera y se la llevó a su casa.

Como el objetivo no era tenerla como mascota sino liberarla, en cuanto llegó a la plaza en donde la dejaba el colectivo, la soltó cerca de una alcantarilla. 

La rata, anque no sabía qué estaba pasando, salió corriendo y se escondió en el lugar más oscuro que encontró.

Pasadas las primeras horas, y sospechándose apenas víctima de un nuevo tipo de experimento, salió en busca de alimento. 

Como nunca nadie la premiaba con queso, pensó que estaba haciendo las cosas mal y comenzó a aventurarse cada vez más lejos en los túneles subterráneos que canalizan las aguas que caen del cielo junto a las cosas que arrastran.

En  una de esas excursiones, conoció a un ratón del que se enamoró a primera vista. 

No era particularmente limpio o simpático, pero era el primero que veía y sus hormonas casi la obligaron a entregarse al amor de manera instintiva y brutal.

Poco tiempo después, fue madre. Creyó haber encontrado en ese experimento un tipo de realización que superaba incluso al placer de alimentarse con queso. Ver a sus pequeños la llenaba de una felicidad hasta entonces apenas comparable a sus días de infancia. 

El asunto es que sus crías crecieron y se fueron en busca de sus propias aventuras. El ratón hacía tiempo que no aparecía. De repente, se encontró de nuevo sola y sin objetivos.

Decidió salir a la superficie. Primero de noche, claro. La plaza, que estaba cercada para que los muchachos no pudieran juntarse a fumar marihuana y cantar canciones de los Redondos, le pareció un paraíso. Encontró incluso algunos restos de comida que le parecieron de excelente calidad.

Una noche, mientras pensaba que la prueba que enfrentaba era muy extraña, pero sin duda más divertida que recordar el recorrido en laberintos cada vez más complejos, vió por primera vez a un gato. 

Si bien no había tenido ninguna experiencia previa, su instinto (o la actitud corporal del gato al avalanzarse sobre ella como si fuera su última acción sobre la tierra) le hizo entender que había llegado la hora de correr.

Consiguió escapar. 

Antes de dormir, les dió las gracias a los científicos por haberla entrenado bien.

Pero, cuando estaba en el umbral que separa el sueño de la vigilia, se escuchó a sí misma diciendo: "qué lindo sería si se acabaran estos experimentos y yo pudiera vivir una vida tranquila, tal vez con otro ratón, un poco más compañero, con hijas e hijos que me visiten de vez en cuando... no sé... algo menos estresante... y con queso... eso sí... queso todos los días...".

Cuando se levantó, otra vez arroz. Oscuridad, suciedad, soledad, el recuerdo del gato, de los científicos, del ratón que la abandonó, etc. 

A pesar de tener el ánimo por el piso, decidió que, aunque estuviera en un nuevo laberinto, su deber era buscar la salida. Imaginó que en algún lugar debería existir una especie de paraíso para ratas. Un lugar en donde abundara el queso y al que ni los científicos ni los gatos pudieran entrar.

Llena de esperanzas, se lanzó a la aventura.

Como era muy inteligente, avanzaba siempre en dirección al este, hacia el lugar en donde salía el sol, hacia la luz.

Vivió muchas experiencias estimulantes, aunque siempre la acompañó la duda de que todo lo que
experimentaba no fuera más que un nuevo laberinto, más sofisticado y colorido que los anteriores.

Una mañana de primavera, mientras cruzaba la avenida Libertador, después de haber pasado una noche maravillosa en la Estación Vicente López del tren Mitre, la atropelló un colectivo.

Una lástima. Le faltaba poco para conocer el Río de la Plata.

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