Silencio en la noche

Para empezar, vamos a poner los puntos sobre las íes: iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii

Ahora que ya cumplimos con las formalidades, digámoslo con todas las letras: este silencio tiene la fuerza de una bomba atómica, o, mejor dicho, de una bomba de hidrógeno, esa que mata todo pero no rompe nada, y que seguramente debe hacer mucho ruido pero a mí se me hace, por lo menos ahora, muy silenciosa.

Este debe ser el silencio que es la madre de todas la posibilidades, ese silencio del que han hablado todos los místicos, y muchos de los suicidas, los solitarios y otros descastados por el estilo.

Es el silencio que se ha comido todos los universos que alguna vez existieron, el que existe ahora y los que alguna vez eventualmente existirán. Es el que los ha deglutido a todos en su estómago invisible y los ha vomitado sin que nadie se diera cuenta.

Ni él mismo se ha percatado de que ha manchado su bata de nada.

El viento, ese fantasma del que se dice que cuando el aire no se mueve simplemente no existe, en este momento esta en ese estado de inexistencia. Como dicen los meteorólogos, no hay. 

El viento nunca está en calma. O sopla o no existe, no hay. 

No ladran ni los perros del vecino. 

Y para mi que no ladran ni los perros en general. 

Este es un silencio general, un silencio de redonda infinita, uno que se extiende más allá de sí mismo, se dobla sobre sí mismo, como si fuera una empanada con masa y relleno de silencio, se hace un repulgue, y se devora y se despliega en un espacio de silencio tan silencioso que sólo podría diferenciarse de otro si hubiera alguien que pudiera escucharlo.

Si tú, en vez de dejarte llevar por esta sensación tan silenciosa, tienes una tendencia al análisis y la oratoria, objetarás que hasta el tecléo más delicado produce algún sonido.

Pero desde este silencio, te responderé así: yo tecléo como un poseso. Nada de delicadeza. 

Tecléo como si le estuviera martillando la puerta a la cárcel de la muerte, pero no hay sonido.

Y ya que apareció el tema de la muerte quiero aclarar que no es que no entienda que es necesaria, pero me da un odio tremendo. Me parece una necesidad con tan poco glamour que me dan ganas de matarla. 

Es espectacular, sí, no lo niego. Es atractiva. Sí.

Pero qué poca simpatía, qué segura de sí misma, qué definitiva.

La vida nos da siempre la ilusión de que en algún lugar se esconde una aventura que podría justificar la existencia.

La muerte, en ese aspecto, es despiadada, no está abierta a negociaciones de ninguna especie.

Y me doy cuenta de que no tengo ninguna prueba para fundamentar mis suposiciones sobre ella, pero las tengo como quien tiene un perro o una birome, y eso no se discute, porque en el momento en que eso se pone en tela de juicio se derrumba todo el castillo de naipes en el cual nos movemos y tenemos nuestro ser. 

Entiendo este silencio como una antesala, o un pariente de la muerte.

Lo saludo en silencio, como alguien que reconociera la presencia del verdugo que va a separarle la cabeza del cuerpo. 

Dios me libre de tener que dormir cerca de una avenida, o de trabajar en una repartición pública.

Dios me proteja de los taladros y las heladeras antiguas. 

Dios me ampare para que no sufra yo el tormento de tener un vecino trompetista, pero, por favor, ángeles del cielo, toquen su corazón para que me diga hola, para que con su atención me cree y me permita volver a escuchar el silencio como quien se deleita con el sonido del mar, el canto de los pájaros, o la voz de la persona que ama.


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