El joven manos de tijera

Un pequeño problema de salud me hizo pensar en la muerte. 

No en la muerte desde un punto de vista biológico, histórico o filosófico, sino desde uno bien práctico, y no como un asunto que afecta a todo lo que vive, sino en uno que me afecta a mi, lo cual, desde mi punto de vista, es mucho más importante.

Yendo a lo esencial, hay dos aspectos (si es que son dos y no apenas uno) que hacen que uno se preocupe por su muerte (y, si es muy generoso, un poco también por la muerte de los otros):

1 - La consciencia de ser.

2 - La ilusión de estar separados de todo lo que existe.

Los separé en dos porque mientras nuestra consciencia se limita a la capacidad de darnos cuenta de lo que pasa en nuestra cabeza, en nuestro cuerpo y en nuestro entorno inmediato, la ilusión de ser entidades independientes de todo lo que existe es todavía fuerte.

Rápidamente nos olvidamos de que dependemos del aire, del agua, del sol, etcétera. Eso lo damos por sentado y desarrollamos casi sin darnos cuenta la fantasía de que el universo, si nosotros no estuviéramos en él, sería menos de lo que es.

Aunque por un lado eso parece ser cierto, para los fines prácticos es como si a una playa le sacáramos un grano de arena y pensáramos que por eso se hizo menos playa.

Claro, sí, sí, si con máquinas enormes consiguiéramos sacar toda la arena de una playa, y pudiéramos dejarla pura roca, bueno, ahí sí, se acabo esa playa, hay que ir a otra. 

Pero vos me entendés... técnicamente, cada grano de arena es la playa, pero no porque millones de turistas se hayan llevado arena en las ojotas durante años las playas del mundo desaparecieron. 

Siguen ahí.

Cuando finalmente aceptan esta idea, algunas personas pretenden quedar por lo menos en la historia, como Beethoven, el Che Guevara o Marie Curie.

Para qué? 

Es posible que las obras de alguien tengan alguna relevancia para las generaciones futuras, pero después de muerta la persona que las produjo pierde todo sentido. 

A nadie le importa si a Mozart le gustaban las frutillas o si le dolían mucho las muelas. 

Uno se pone el disco, dice "qué genio", y listo. 

Mozart ya no importa, lo que importa  es que nos dejó un producto que podemos usar para nuestro propio deleite, mientras estamos vivos, y que, eventualmente, las futuras generaciones podrán aprovechar de la misma manera. 

Volviendo al tema central, el de mi propia muerte, me di cuenta, con espanto, de que después de que se organizara mi entierro, y algunos parientes y amigos dijeran: "che, te enteraste? Murió Cossavella", o "nooo, que pena, lo que nos hemos reído...", la vida seguiría como siempre, igual que sigue después de que se muere cada uno de los miles de seres humanos que se mueren cada día.

Como dice el tango: "al mundo nada le importa, gira, gira..."

Esta idea no es fácil de digerir, y se me ocurre que debe haber sido el origen de todas las religiones y de cualquier otro tipo de promesas post mortem. 

Sin la esperanza de la continuidad de la consciencia, todo pierde sentido. 

No hay diferencia entre vivir 90 años o 4. 

Claro, esto tampoco nos quita la posibilidad de disfrutar mientras dure, pero, si uno lo analiza un poco, se da cuenta de que estamos en una situación similar a la del ratón de laboratorio que se entretiene comiendo lechuga y jugando en una rueda sin saber que en cualquier momento será el protagonista de algún experimento horrible.

Si llegaste hasta acá, podrías preguntarme: y entonces, qué hacemos?

Como te imaginarás, apenas tengo algunas ideas y sugestiones. 

Si en tu corazón anidaba la esperanza de que yo te revelara algún tipo de secreto esotérico que resolviera estos interrogantes de forma definitiva, a mal puerto ibas por leña... 

Y, para ser sinceros, tampoco tengo tantas ideas o sugestiones... tengo apenas una:

Vivir una vida impecable, practicando y defendiendo hasta la muerte aquellos valores que nos parezcan más apropiados, aquellos que sean más beneficiosos para nosotros, para quienes comparten con nosotros este tiempo y espacio, y para quienes lo van a utilizar después.

Y no ser impecables para obtener algún tipo de recompensa, ya sea en la Tierra o en el cielo, sino por la elegancia y el sentimiento que son la flor y el fruto de la impecabilidad por la impecabilidad misma.

Plenos, fuertes y felices, hasta que la muerte reordene los átomos que creemos nuestros y la fuerza de la vida los convierta una vez más en puentes, abanicos o albaricoques.   

 

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