Entrar en el silencio

Entrar en el silencio y habitarlo como quien habita un palacio, un rancho o una cueva. Empaparse de silencio y ver como se transforma en piel, carne y huesos. 

De repente, ver que sólo quedó silencio y que de vos ya no queda nada, y, naturalmente, preguntarte quién o qué es lo que se da cuenta de eso. 

Ahí, como vos ya no podés poner dos palabras en fila, porque incluso una te parece ya un objeto extraño, como si fuera una piedra o un prócer de un país del que nunca habías oído hablar, te despertás a la realidad de que a esa situación no se le puede labrar un acta, ni ponerle un sello, una firma y archivarla.

Fluye como un río de lava que surge a temperatura ambiente de un volcán invisible que no está ni aquí, ni allí ni en todas partes. 

Está apneas en la mente de un unicornio.

Sí, sí, apneas no, apenas sí. 

A penas. Quitapenas. 

Qué pena. 

Si dan unas ganas de llorar que parece que a uno no le alcanzara el infinito, y mucho menos los ojos, la frente o la cara.

Dan ganas de llorar como si uno fuera un conquistador de galaxias, un soberano del 51% del cosmos.

Bueno, ahora que hemos establecido el trampolín, es hora saltar hasta ese punto en el tiempo en el que da igual si es pasado, presente o futuro.

Vamos, por favor, abrázame como si fuera esta noche la última vez.

Juguemos en el bosque ahora que el lobo no está.

No te digo que hagamos el amor porque podrías malinterpretarme.

Fusionémonos, fundámonos, disolvámonos.

Digámosle gracias a la historia del universo y de la humanidad y creemos algo completamente nuevo, un paradigma sin para ni digma.

Ayer fue la primera vez que me olvidé de mi nombre.

Fue tan lindo que como no sabía a quién darle las gracias me puse a rezar.

Claro, como no tengo mucha práctica, mi rezo visto de afuera debe haber parecido un poco desprolijo, pero estoy seguro que recé porque me recibí de viento. 

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