Equinoccio de primavera
Toma impuso, o, mejor dicho, alguien le da impulso, para que trabaje para él, para que él, o ella, pueda saber la hora, y ahí va, tic, toc, tic, toc, a izquierda y a derecha, a izquierda y a derecha, una y otra vez, deteniéndose sólo cuando la casi inevitable fricción en su punto de apoyo, y la delicada resistencia que le ofrece el viento, lo obligan a hacerlo.
Ahí viene Dios, o el dueño o la dueña del péndulo, y, aprovechando la fuerza que le dio la comida, el aire que respiró, el sol, etcétera, lo pone en posición y vuelta a empezar.
En el caso de la primavera, las hormonas, que habían estado un poco estancadas durante el invierno, se empiezan a activar por causa del calor y la visión de más piernas, brazos y demás motivos de estímulo.
Con esto no quiero decir que no haya sexo y romance en el invierno, sino que la primavera se muestra un poco más propicia para el intercambio de feromonas, para la charla casual y los primeros besos.
Uno puede estar más a gusto al aire libre, en una glorieta o una góndola, cantando una serenata sin temer que se le congelen las cuerdas vocales o la cara (en los países fríos, los amantes más audaces pueden llegar a morir por congelamiento al intentar conquistar a alguien en una noche de invierno).
¿Adónde vamos con todo esto?Pues bien, a ningún lado, igual que el péndulo, que con su acción inconsciente apenas acciona el mecanismo que le permite a alguien saber qué hora es, ya sea para saciar su curiosidad o cuándo tiene que ir al dentista.
A esta altura del partido, después de haber visto pasar varias primaveras, estamos cada vez más en el aquí y ahora.
Escuchamos los pajaritos, claro, y nos maravillamos. Damos las gracias, obvio, y nos alegramos. Bebemos y cantamos, corremos, decimos piropos, nos entusiasmamos, sí. ¿Qué esperabas? Somos humanos... pero como a pesar de conservar o haber construido cierta inocencia también nos oxidamos un poco, como el péndulo, que de vez en cuando necesita que alguien le de impulso o que venga el relojero, nuestro entusiasmo ya no se parece tanto al de los cachorros como al de los visionarios.
Por un lado, siempre renovados, como la primavera, que siempre ocurre por primera vez.
Por otro, añejos, como los buenos vinos.
Degustémonos, salvajes y puros, en este equinoccio, que del próximo y del anterior no sabemos nada.
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