Los infinitos

Algún tiempo atrás, pensé en escribirle que nunca sorteé las trampas del amor, pero hoy, como estamos solos, si es que podemos, claro, aceptar la idea de que es posible estar solos y no ser apenas un ingrediente más de esta sopa misteriosa en la que nos movemos y tenemos nuestro ser, voy a intentar tocar una fibra muy íntima de tu corazón que puedo sentir se acelera al contemplar la posibilidad de explorar sin previo aviso esta aparente condición tan singular.

Si bien soy un ferviente defensor de cualquier cosa que pueda considerarse juego previo, del mismo modo en que defiendo entregarse a la pasión de manera salvaje, pero siempre con un espíritu puro y aventurero, voy a descubrirla con un sólo movimiento, sin tácticas ni estrategias, sin trucos ni elegantes figuras de estilo, sin más herramientas que la mano, la lengua o el sutil pensamiento, que tendrá así la oportunidad de demostrar que no es ni tan sutil ni tan endeble como algunos creen.

Después te voy a arrancar la bombacha con los dientes, pero no nos adelantemos.

Como es muy posible que al realizar esta hazaña nos encontremos con ese silencio ensordecedor que tanto nos da, pero que tanto tememos, como símbolo de mi capacidad y voluntad de protegerte, voy a dejar unas miguitas, al estilo de Hansel y Gretel, para podamos volver con total tranquilidad, en caso de que así lo queramos.

Una cosa es aventurarse a lo desconocido y otra sufrir cuando no es necesario.

Hoy es un día tan común y tan especial como cualquier otro. Llamarlo sábado o tarteleta de frutilla no lo diferenciaría más de una radiografía que llamarlo Luis, montaña o señorita maestra.

Si estuvieras aquí, como te podrás imaginar, dejaría descansar estas palabras a la sombra del ombú del inconsciente y me dedicaría por completo a recorrer tu cuerpo con mis labios, comenzando, naturalmente, por los tobillos, que es un área que siempre me pareció muy sexy, principalmente porque al ser tan poco explorada invita a la imaginación a encenderse con todo tipo de promesas y anhelos.

Algunos investigadores del comportamiento humano sugieren que el abandono en el que ha caído esta parte tan noble de nuestra anatomía podría deberse al hecho de que al ser besada en los tobillos durante más de quince segundos, una persona normal no podría en primera instancia saber si está en presencia de un artista de la seducción o de un enfermo mental.

Por otro lado, es totalmente natural pensar que cada movimiento, cada centímetro avanzado en la dirección correcta, sería motivo de celebraciones desenfrenadas, ya que tanto acercaría a quien reciba esos besos al éxtasis, como la alejaría del temor y la frustración.

Todos queremos lo que nos hace sentir bien y nos esforzamos por evitar aquello que puede hacernos daño.

Es nuestra naturaleza.

Quiero también destacar que un beso en el tobillo, cuando dado por alguien que domina las artes amatorias, es una de las experiencias sensuales más embriagantes a las que puede aspirar entregarse un ser humano, cualquiera sea su inclinación sexual.

Lento, suave y embriagador, encarna en su simpleza todo aquello que puede ofrecernos esta maravillosa oportunidad de bañarnos en el océano de la dualidad. 

Por favor, no permitas que esta perspectiva imaginaria te haga caer en la tentación de vivir a cualquier precio, o de sucumbir al embrujo de las fuentes que nos invitan a beber del agua de la aparente liberación que brindaría la autosatisfacción.

Creo que, además de ser un placer comparable a la explosión orgásmica cuando ha sido anticipada y retenida a voluntad hasta volverse incontrolable, es nuestro deber sagrado hacer el flamear el estandarte de esta pasión hasta el último aliento.

Cuando llegue ese momento, ahí sí, estallaremos en un encuentro tan puro y salvaje que nos convertirá sin que nos demos cuenta en uno, en dos, en tres, o en infinitos, lo que tal vez no sea exactamente igual, pero es muy probable que sea más o menos lo mismo.



     

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