Amo la tecnología

Hace sólo 30 años se decía que el ajedrez era un juego ciencia y los Grandes Maestros eran reverenciados como intelectuales capaces de realizar movimientos de precisión dignos de un neurocirujano o un santo. 

Hoy no hay humano que le pueda ni hacer sombra a una computadora. La tecnología demostró que el ajedrez es apenas capacidad de cálculo y memoria, que no hay ni juego ni ciencia ni arte. Son sólo movimientos cuya eficacia puede ser comprobada con anticipación por cualquiera que tenga la capacidad de hacerlo. 

Hoy una máquina puesta a jugar contra si misma puede aprender a jugar mejor que un Gran Maestro en unas pocas horas y alcanzar un nivel de perfección capaz de matar de aburrimiento al ajedrecista más entusiasta.

Del mismo modo, hoy el amor parece indiscutiblemente cosa de humanos, como hace 30 años el ajedrez. Nos decimos que ningún robot podría ser capaz de reemplazar la calidez y la espontaneidad que tenemos nosotros.

 ¿Será así, o será que todavía la tecnología no está lo suficientemente desarrollada?

Las gracias de un ser humano, sus características únicas, ¿son tan especiales e irrepetibles que ninguna máquina podría reemplazarlas, o no somos tan especiales como nos sentimos?

En la foto que ilustra este tratado efervescente vemos una muñeca rubia bellísima que a simple vista es difícil de diferenciar de una mujer humana. 

Entre paréntise, parece que en Corea no la dejan entrar porque tienen miedo que la proliferación de esas muñecas empiece a hacer que se tambaleen la moral y las buenas costumbres del país.

Imaginemos una tecnología posible, piel perfecta, temperatura perfecta, diseño a gusto del consumidor, inteligencia artificial y distintos programas para distintas necesidades, incluídos programas aleatorios, para que nunca dejen de sorprendernos, la posibilidad de prenderla y apagarla cuando uno quiera, la posibilidad de que vaya a pagar los impuestos al banco y nos haga café con leche, que hable de fútbol o de budismo zen, que sepa coser, bordar y abrir la puerta para ir a jugar. 

Y a la hora del amor, claro, sea exactamente como uno imagina, o mejor. 

¿Cuánto durará ese amor? ¿Más o menos que uno humano normal? ¿Podremos llamarlo amor? ¿Cuáles serán las diferencias con lo que por lo general llamamos amor, ese que tenemos la costumbre de llamar "para toda la vida" a la hora de oficializar el contrato y que después zozobra ante el primer temporal?

¿Será posible que estos robots del futuro puedan darnos la alegría que soñamos, al alcanzar la perfección en el diseño? ¿O será que la alegría que soñamos no nos la puede traer nada que esté afuera, que se trata de nuestra capacidad propia de poder disfrutar lo que el río de la vida nos traiga?

Alcanzar, materializar nuestros deseos, ¿es el camino a la felicidad?

¿Qué hacemos después de alcanzar todos nuestros deseos? ¿Repetimos la fórmula hasta el cansancio?

De la visión de esta (o este) amante perfecto de protoplasma se desprende la idea de que la eventual felicidad no es un objetivo a alcanzar sino un proceso a experimentar. 

¿Cómo puede reírse más que yo un cajero de supermercado que se pasa todo el día diciendo 48 con cincuenta, 123 con treinta, etcétera?, se pregunta un ingeniero que sabe bailar, aprecia las artes y viajó por todo el mundo.

La gracia del amor humano, si es que tiene alguna, con certeza no está en la perfección de las formas, o en el placer provocado por la frotación de pieles tersas y saludables. 

En síntesis, no depende del otro. 

Para existir tiene que ser como el sol, estar más cerca de dar que de recibir. 


"Mantené tu mente en calma. Eso es suficiente. El objetivo de todas las prácticas es dejar todas las prácticas. Cuando la mente se calma, el poder del Ser será experimentado. El Ser lo impregna todo; si la mente está en paz, entonces uno empieza a experimentarlo."

El camino de la montaña, Ramana Maharshi, Diciembre '93, página 139.


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